Antes que el machete estuvo la navaja, la faca, la chirla, con muelle de carromato y hoja de hogaza o con botoncito de paraguas y punta de daga de señorita. Y no era una cosa exótica y tribal, como un bumerán, sino que casi parecía la herramienta españolísima de un zapatero. Los quinquis del barrio, o los punkis y los heavies que se peleaban como bandadas de pájaros negros, sacaban la chirla como mondadientes, como abrebotellas, como afeitadora, como factura, como argumento y como árbitro. Te la sacaban como la señora te sacaba la cuña de queso en el vagón del tren, entre la cortesía y la amenaza. Eran los 80 o por ahí y producíamos nuestra quinquillería, nuestro macarreo y nuestros crímenes, que ahora algunos creen que sólo pueden venir de por ahí fuera, como la papaya. Con chirla iban los macarras y los tirados, y con pipa, puño americano y guante de comisario iban los niños de papá franquista. Los machetes hubieran parecido entonces coreografía cosaca.
Los barrios chinos sin chinos, los muchos arrabales y soportales de España, la heroína que llamaban caballo como si el nombre se lo hubiera puesto un jefe indio, las cárceles del Vaquilla como lavanderías de camisas de Los Chichos, la barriada y los autos de choque y los billares y los recreativos todos como nuevayores chungos de noche... Todo eso nos ha desaparecido, o lo hemos olvidado, o es mitología como la Movida, o morriña de Makinavaja. Yo no sé cómo podíamos estar antes sin machetes, de dónde sacábamos el miedo a la madrugada, a la esquina con farola apagada como un fanal, o al Metro cuando era el Metro, lleno de remaches y jeringas, con su azulejado siniestro de manicomio. Aquella chirla era como el peine en el bolsillo de Danny Zuko, aquellos atracos de diez quinientas y peluco marca Omega eran caballerosos asaltos de Dick Turpin, aquellas peleas de punkis y heavies eran musicales como Quadrophenia. O tenían que serlo, sin machetes ni extranjeros.
El objetivo principal, el más gritado, el más acalorado, el más urgente, el más esperado, nunca será que no haya crimen, sino que haya pureza
Estábamos aquí, tan tranquilos, sin crimen y sin callejones, y han tenido que inventar el machete como cuando se inventó la flecha o se inventó el estribo para la caballería, que fue lo mismo que inventar la muerte. Han tenido que traer ese machete de cocos para convertirlo en hacha o motosierra de loco, porque aquí no sabíamos lo que era el cuchilleo goyesco, ni el chulanganeo de faca, ni la delincuencia que iba de mangar el radiocasete a matar por una papela o un cigarro o una cadenita de San Cristóbal. Aquí no teníamos nada, ni venganzas lorquianas, ni capos de ventanuco, ni ajustes de cuentas con el chocolate ni con la chorba, ni violadores con media en la cabeza. Toda la sangre era de toreros, todas las peleas eran de gallos y todas las navajas eran de Mecano (qué crimen de música la suya).
Se habla del machete más que de los muertos, como si se hablara de la guillotina o de la cruz, no ya como herramienta asesina sino como símbolo cultural. El machete no es nuestra chirla macarra, nuestra navaja algarroba, nuestro espadín quevedesco, nuestro mandoble toledano, nuestra pistolita de Larra ni nuestro trabuco de Curro Jiménez. Ni siquiera es nuestra guillotina afrancesada, nuestra cruz romana, nuestra hacha estilo Tudor, nuestro potro de Santa Inquisición, nuestro garrote isabelino. El machete es africano, es maya, es vudú, es vietnamita, o todo por ahí mezclado y amarronado, o sea es extranjero y tiznado. Como la cimitarra, no remite simplemente a la muerte, ni siquiera a banderas con lunas o más cimitarras, sino a algo más profundo, a la profanación del cuerpo o del espíritu, ese horror de perder no ya la vida sino el alma.
“La España de los machetazos”, que dicen Vox y esa gente de cuchillería solamente patria, no es la España del cuchillo de cocina ni la de los navajazos de naipe y feria de ganado, es otra España no ya manchada por la sangre ni el crimen sino por la profanación. En realidad todo lo suyo se basa no en la defensa de una frontera ni de una cultura ni de una manera viril pero cuidada de perfilarse la barba o dejarse abierta la camisa, sino en la defensa contra la profanación. O sea, de la contaminación. El español puede matar y violar, de hecho mata y viola ahora, y ha matado y violado antes de que llegaran los machetes y el reguetón. Pero solamente el extranjero, además de matar o violar, profana, contamina. Ésa es su obsesión, que de alguna manera el extranjero lo contamine, lo infecte. La xenofobia es misofobia social, pero igualmente patológica.
No, no había moda de machetes en aquellos tiempos, si acaso de nunchakus caseros, y de vez en cuando igual venía un karateka de finas canillas, dientes negros y chándal con tres rayas de mierda, cal y ladrillo a pedirte veinte duros con dos cachos de palo de fregona atados con cadenita en el bolsillo, como un Bruce Lee de litrona, break dance y monazo. No se trata del machete, claro, sino de ponerle el origen de alguien en la mano como arma, como si fuera un tomahawk. En los lugares civilizados, y España lo es, que un asesino sea extranjero con machete o macarra de terciopelo patrio con navajita de nácar, que sea de una banda latina o de familia de traficantes de hachís de mi pueblo, no conlleva ni más condena ni menos cuidado de las leyes y de la policía.
La violencia no tiene nacionalidad, se resisten a admitir los que aseguran que no tiene género. Pero un problema moral nunca puede ser cuestión de mera estadística. La diferencia entre señalar a un asesino extranjero y señalar al extranjero como asesino es la que hay entre el orden público y el fascismo. Lo distinguirán rápidamente porque el objetivo principal, el más gritado, el más acalorado, el más urgente, el más esperado, nunca será que no haya crimen, sino que haya pureza.
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