Rodeada por señoras de platea y por barones de entrecejo empinado, Génova era como un búnker de cañizo en el que se empeñaba en resistir Pablo Casado entre sudores de agonía y un fielato abotonado y resignado de barco a pique. Es el instinto de supervivencia, ese calambrazo químico que no atiende a qué es mejor para el PP o para el país, sólo quiere seguir respirando. No eran únicamente los barones, con su política patricia, sino que al PP lo escrachaba su propio fondo de armario ideológico o icónico, jubilados con banderita de casa de jamones y ayusers que habían ido a la copistería para que les convirtieran en pancarta su apresurado trabajo en Photoshop (eso contaban en Twitter, enseñando el tique). Me pareció una escena de apocalipsis wagneriano, como si se desbordara el Rin y cayera ese Valhala oficinesco de Génova, aunque el verdadero augurio, como desde hace mucho, son las encuestas. Un partido en el que ya no creen sus bases, ni siquiera los de orfeón rojigualda, no puede subsistir.
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