Rodeada por señoras de platea y por barones de entrecejo empinado, Génova era como un búnker de cañizo en el que se empeñaba en resistir Pablo Casado entre sudores de agonía y un fielato abotonado y resignado de barco a pique. Es el instinto de supervivencia, ese calambrazo químico que no atiende a qué es mejor para el PP o para el país, sólo quiere seguir respirando. No eran únicamente los barones, con su política patricia, sino que al PP lo escrachaba su propio fondo de armario ideológico o icónico, jubilados con banderita de casa de jamones y ayusers que habían ido a la copistería para que les convirtieran en pancarta su apresurado trabajo en Photoshop (eso contaban en Twitter, enseñando el tique). Me pareció una escena de apocalipsis wagneriano, como si se desbordara el Rin y cayera ese Valhala oficinesco de Génova, aunque el verdadero augurio, como desde hace mucho, son las encuestas. Un partido en el que ya no creen sus bases, ni siquiera los de orfeón rojigualda, no puede subsistir.
Feijóo, gallegueando, le pidió a Casado que se aparte, pero nadie que tiene el poder lo entrega tan fácilmente. Casado resistió 11 horas en el búnker, contando apoyos y banderizos y quizá esperando milagros marianos en la luz apianada de las persianas. Aún resiste, en realidad, y aún luchará por ganar la votación en la Junta Directiva Nacional convocada para el lunes, o en el mismo congreso ordinario o extraordinario que venga. Algún cachondo ha colgado estos días en Twitter un montaje hecho con la película El hundimiento, gracioso y casi exacto de tan exagerado, pero nadie en Génova se ha descerrajado todavía un tiro de aquella pistola Luger que tenía sombra de águila, ni han rodado cabezas ante las tricoteuses de Serrano. Ya digo que el instinto de supervivencia manda ahora, incluso en los empollones, que también pueden llegar a ser tigres heridos en sus rayas de tintero y plumín. Casado, en fin, sigue teniendo días o meses para el rezo o para el vudú.
Casado resistirá, contará a los mindundis que le quedan por las provincias
Mucha gente, supongo que también Casado y su equipo de oficiales y secretarios en el búnker o en el Nido del Águila alicaída de Génova, aún ponen el foco y la esperanza en Ayuso, el hermano y el contrato; en que haya ahí una imputación, una admisión a trámite, una vela temblorosa que pueda hacer pensar que el santo ha suspirado y que Casado era otro santo. Lo que ocurre es que ni el militante, ni el votante, ni menos esos barones que andan ahora con esa preocupación de tocarse mucho las barbas o el cuello, como un senador romano de película, están pensando en eso. Piensan en un partido que se hunde sorpasado por Vox, en un candidato que no puede ser alternativa a Sánchez porque no lo van a votar ni los de la cola de Medinaceli, y en que a cualquiera que no le guste al jefe le pueden meter el detective en la cama.
Casado aguanta, piensa morir en las escalinatas, con sangre de mármol, no en ese atril flaseado y triste de las dimisiones. Ahora está pensando no en la calle, que son unas señoras como decía del teatro Fernán Gómez, ni en el partido que puede llevar a la destrucción, sino en la supervivencia, con toda su fuerza y su premura biológica, como la de la vejiga a reventar. Casado no piensa en dónde puede llegar alguien capaz de acusar a su mayor activo en el partido sin pruebas, con información que viene del estraperlo o de los charcos. No piensa que ya no le queda coherencia que enarbolar, después de ponerse pulquérrimo con Ayuso pero defender al imputado Alberto Casero, después de que se abra un expediente por esa acusación de mandar espías de bocata de mortadela pero se cierre por dos folios sobre otra cosa; después de que el reproche ético o estético, insalvable e incuantificable del hermano parezca poder resolverse con una factura o con quince. No piensa en su partido ni piensa en España, sólo piensa en seguir respirando.
Casado resistirá, contará a los mindundis que le quedan por las provincias, mirará cada día por si la Fiscalía se ha movido como un santo de madera, cada pajarillo que se pare en su ventana gélida de Génova será la promesa de un milagro… Se rodeará de los últimos aduladores y escribas, lo consolarán camareros con psicología de secar el vaso o periodistas del fondo del cajón, no saldrá de su castillo de hiedra y se creerá un héroe que defiende la verdad y el honor. Fuera, las señoras de platea, los barones casi bíblicos, los militantes y votantes estupefactos seguramente sólo vean a alguien pusilánime, envidioso, egoísta, desleal, cobarde hasta para la última grandeza de quitarse de en medio. Casado nunca supo muy bien qué ser ni qué hacer, y uno cree que no eligió ni bien ni mal, sino que no era capaz de elegir. Ahora su elección también parece una no elección, ese seguir hasta que algo lo arrastre, Feijóo, Ayuso, Vox, un asesinato neoclásico como de Viriato. Aún se puede respirar en Génova un aire casi fresco, ese aire de tierra y sombra de los búnkeres con vocación de lápida.
Rodeada por señoras de platea y por barones de entrecejo empinado, Génova era como un búnker de cañizo en el que se empeñaba en resistir Pablo Casado entre sudores de agonía y un fielato abotonado y resignado de barco a pique. Es el instinto de supervivencia, ese calambrazo químico que no atiende a qué es mejor para el PP o para el país, sólo quiere seguir respirando. No eran únicamente los barones, con su política patricia, sino que al PP lo escrachaba su propio fondo de armario ideológico o icónico, jubilados con banderita de casa de jamones y ayusers que habían ido a la copistería para que les convirtieran en pancarta su apresurado trabajo en Photoshop (eso contaban en Twitter, enseñando el tique). Me pareció una escena de apocalipsis wagneriano, como si se desbordara el Rin y cayera ese Valhala oficinesco de Génova, aunque el verdadero augurio, como desde hace mucho, son las encuestas. Un partido en el que ya no creen sus bases, ni siquiera los de orfeón rojigualda, no puede subsistir.