El Congreso, cajita de huesos y vanidades, es a la vez un teatro y un ataúd, como el Coliseo. Triunfar y morir allí puede estar separado sólo por un suspiro, por una sombra, por un pinchazo enjoyado y preciso, más de broche de túnica que de puñal. Aquí enterramos muy bien, ya lo dijo Rubalcaba, que él mismo posó muerto en el Salón de Pasos Perdidos, dejando que los oros revirados, estallados y reflejados del sitio le barnizaran de glorias babilónicas y exageradas la memoria y el ataúd. A Casado, muerto en vida, muerto en flor, muerto con la muerte romántica y pálida de los violinistas suicidas, había que enterrarlo muy españolamente, en armón de infante o en calesa de torero, y qué sitio mejor que el Congreso, más el 23-F, cuando está hecho todo una copa ceremonial de cenizas. Así que allí le hicieron la misa al muerto, de cuerpo presente y traje de embajador muerto, con los escaños llenos de patricios con daga, viudas de cartilla de ahorros y enemigos con coronita de flores de floristería de San Valentín.
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