Cuando la ciudad de Roma se otorgó a sí misma un alcalde posfascista en aquellas mismas fechas de principios de 2008 en las que Silvio Berlusconi ganaba de nuevo las elecciones, los medios de comunicación y los partidos políticos italianos clamaron que el consenso antifascista que había conformado la Italia de posguerra se había quebrado. Un sentimiento de que algo había cambiado embargó a los italianos, pero fue aquel un sentimiento que compartían con muchos europeos de otros países. El fin del mito de la resistencia contra el invasor nacionalsocialista había ido gestándose a lo largo de mucho tiempo, pero la conciencia de ello les alcanzó de improviso, sin que supieran cómo se había llegado a una situación tan alejada de sus experiencias.
Aquella discusión, sin embargo, no era más que una más de las muchas que habían ido surgiendo a partir de 1989 en muy diversos países y de formas muy parecidas. La caída del muro no sólo cambió la situación en la Otra Europa, la Europa que salía de la larga marcha desde el capitalismo hacia el capitalismo pasando por el estatalismo socialista. Cierto que los consensos obligados y los silencios significativos creados por los gobiernos comunistas en el Este se habían roto por completo y el papel de las resistencias de la Segunda Guerra Mundial —en especial las comunistas— comenzaba a transformarse.
Las seguridades de la posguerra desaparecieron para siempre. Lo que ni el 68 ni la crisis del petróleo habían logrado, lo consiguieron los manifestantes de Solidaridad y las decisiones de Gorbachov"
Pero también para el oeste se había venido abajo un mundo. Las seguridades de la posguerra desaparecieron para siempre. Lo que ni Mayo del 68 ni la crisis del petróleo habían logrado, lo consiguieron los manifestantes de Solidaridad y las decisiones de Mijaíl Gorbachov en aquella —parecía— lejana y oscura parte del continente europeo.
Pero aquella ruptura sólo era aparente. En el occidente de Europa la narrativa básica de la Resistencia no cambió. La idea era que la ocupación alemana había sido un estado de excepción en la vida del país, que los males habían venido de fuera y que todo el pueblo de las «pequeñas naciones», mucho menos fuertes que su enemigo, habían resistido al invasor.
La solidaridad nacional durante la ocupación había sido total, por encima de clases y partidos. Cierto que a lo largo de los años sesenta y setenta surgieron quebraduras en ese dibujo: los noruegos comenzaron a revisar los «niños alemanes», es decir, el problema de los hijos de los colaboradores, que habían sido discriminados; los daneses hicieron algún amago de querer enfrentarse al hecho de que su gobierno, legítimamente elegido, colaboró hasta el final con los alemanes; los holandeses descubrieron el hecho de que, si la mayor parte de los judíos neerlandeses había sido exterminada, alguien en el propio país debía haber ayudado. En fin, Francia descubrió a Vichy —gracias a historiadores extranjeros— y se debatió sobre las represalias y asesinatos por parte de la Resistencia al término de la guerra.
De hecho, la memoria de la Resistencia como consenso antifascista había sufrido constante erosión, especialmente a partir de 1968. Por un lado, la ultraderecha que se sentía ligada al régimen de Vichy, puso siempre reparos al mito y no cejó en rescatar los valores patrióticos de los colaboracionistas, mostrando siempre que se podía las sombras de la Resistencia. Por otro lado, muchos jóvenes de Mayo del 68 acusaban a la república de continuidad con el período de ocupación, algo que, la escasa apertura oficial a perseguir funcionarios de la época colaboracionista —o a abrir archivos— parecía demostrar.
La otra gran batalla contra la memoria de la Resistencia se dio en
Italia, impulsada por la tumultuosa izquierda de la época, que se preguntaba acerca de las continuidades del fascismo y la casi guerra civil olvidada. También el ataque al consenso antifascista había sido —como en
Francia— continuo. La herencia fascista era muy profunda y había impedido a veces una «limpieza política» adecuada, según muchos. La depuración había sido una farsa, una mentira. La Resistencia, una revolución
traicionada, fracasada. Ello surgía al tiempo que, desde el extremo político opuesto se comenzaba a cuestionar la «limpieza» de la resistencia al fascismo. No es casual que el libro de Claudio Pavone que abrió el debate más importante sobre el significado de la violencia resistente apareciera en 1991, con la desintegración del comunismo.
En los más extremos de estos discursos se comparaba la violencia de la resistencia comunista con la del estado fascista, en especial tras el derrumbe del gobierno mussoliniano y el establecimiento de la República de Saló. Unos y otros, comunistas y fascistas, se igualaban en el desprecio a la democracia liberal, en su horizonte totalitario. Pero era evidente que estos discursos representaban a menudo una simple arma política en contra de la importancia del Partido Comunista Italiano, a quien no se le podía achacar su falta de compromiso con la democracia italiana desde 1945.
Sin embargo, la imagen básica en la sociedad y que siguió existiendo, fue la de la resistencia como una heroica y épica empresa quizá ya no tan inocente, y con algo de sangre en las manos, pero, aun así, parte del bagaje positivo realizado por el país. Es más, la ola de interés por la memoria colectiva surgida a partir de la mitad de los ochenta ha reforzado esta imagen. La preocupación por la recuperación de las voces del pasado, la historia oral, no sólo académica sino y sobre todo realizada por amateurs, jóvenes y apasionados, ha servido para reconstruir el discurso de épico combate antifascista, otorgándole además nombres y rostros concretos.
Los muchos institutos y centros de documentación de la memoria de la Resistencia —algunos antiguos, muchos otros creados en las últimas décadas— han contribuido a crear una nueva idea de la Resistencia más centrada en los participantes anónimos y en las víctimas. Esto se puede extender a casi toda la herencia de las resistencias de Europa Occidental.
En la Alemania reunificada, la herencia antifascista de la RDA fue cuestionada como «impuesta». Coincidía esto con el desarrollo del mito de la resistencia de la Wehrmacht —el atentado a Hitler del 20 de julio de 1944— y con la recuperación de la memoria de quienes desde muy diversas posiciones ideológicas se habían opuesto a los nazis: Georg Elser, la Rosa Blanca, los Edelweisspiraten, la resistencia obrera en los barrios y numerosos otros fenómenos resistenciales de menor entidad. Nació así un continuo forcejeo discursivo entre quienes pretendían mantener la herencia germanooriental —en esencia, la participación comunista— y quienes intentaban debilitar esa posición, acudiendo también a la herencia de la resistencia antihitleriana entre los socialistas, el ejército alemán o las diversas iglesias.
Muy distinta se conformó la situación en los países de Europa Central y Oriental que hasta la caída del Muro de Berlín pertenecían al Bloque del Este. Hacia 1989, los regímenes de socialismo de Estado —con la excepción de Yugoslavia— habían llegado a aceptar una versión más plural —si bien incompleta— del alcance histórico de la resistencia contra los alemanes en sus países. Las organizaciones no comunistas ya no eran consideradas como «colaboracionistas», «fascistas» o «traidoras», todo lo más se adjuntaba el adjetivo de «burguesas». Si bien se seguía exagerando el alcance de la resistencia comunista, los hechos de sus contrincantes eran presentados de forma más o menos objetiva.
El fin del socialismo de Estado cambió todo esto y a toda velocidad. Las narrativas heroicas de los comunistas desaparecieron de pronto, surgió un nuevo mito, el de los luchadores de la resistencia contra el comunismo. En muchos países, en especial en el Báltico, la resistencia contra los alemanes se difuminó y la resistencia contra los soviets —absolutamente sofocada hasta entonces— cobró carta de naturaleza en la memoria colectiva. Esto llegó incluso hasta la rehabilitación de los grupos de índole fascista o ultranacionalista cuyo único mérito era haber sido rabiosamente anticomunistas. Así fueron rehabilitados grupos como los SS letones, las NSZ polacas, los ustachas en Croacia y los chetniks en Serbia.
En Ucrania la situación fue un poco distinta: la división demográfica e ideológica del país hacía imposible una completa rehabilitación del UPA y se optó por crear una imagen que tendría luego éxito y sería trasplantada a otras latitudes: la de la lucha ciega contra los dos enemigos: el nazi y el soviético.
La idea de la mayor responsabilidad soviética se ha asentado. Tras la ocupación de Crimea y la guerra del Donbás, la Rusia de Putin ha reafirmado el estereotipo"
La imagen de la guerrilla nacional luchando a la vez contra estos poderosos enemigos —a los que se añadía Polonia como tercero en discordia— remitía a David y Goliat y era fácil pasto para el mito. También, con el tiempo, los países Bálticos —como Hungría— comenzarían a resaltar otra vez la ocupación alemana y a ponerla al alimón con la soviética. Pero ello sería en buena medida resultado de la presión occidental para que los nuevos candidatos se adaptaran al discurso predominante en la UE.
En cualquier caso, como se muestra muy gráficamente en el Museo de la Casa del Terror de Budapest, donde apenas unas salas están dedicadas a los crímenes de los fascistas locales y una cantidad muy superior a los de los comunistas, la idea de la mayor responsabilidad soviética se ha asentado. La Unión Soviética —y su sucesora Rusia— es ahora el monstruo tremebundo que cumple el mismo papel que la Alemania nazi anteriormente. Tras la ocupación de Crimea en 2014 y la guerra en el Donbás, la Rusia de Vladimir Putin ha reafirmado el estereotipo.
El nuevo mito convive en parte con el antiguo, pero cada vez más se va haciendo con la hegemonía casi absoluta en la narración básica de sus países y, cosa interesante, cada vez va siendo más asumido en la conciencia histórica de los países de Europa Occidental. Aunque muy disputado, sobre todo por su manipulación por la ultraderecha europea, la instauración en 2008 del Día Europeo de las Víctimas del Estalinismo y el Nacionalsocialismo —que se conmemora el 23 de agosto, el día del Pacto Molotov-Ribbentrop—, ha servido de alguna manera para acercar al Oeste los temores históricos del Este. De alguna manera esto demuestra que, al menos en estos aspectos, está surgiendo una narración histórica común a ambas partes de Europa.
Este artículo es un extracto del libro Contra Hitler y Stalin. La resistencia en Europa, de José M. Faraldo, publicado por Alianza Editorial. José M. Faraldo, profesor de Historia Contemporánea y de Historia del Turismo en la Universidad Complutense.
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