El Gobierno, o sea la izquierda, acaba de descubrir la huelga y el piquete, pero todavía no sabe cómo llamarlo y de momento le ha puesto un nombre como de cohete experimental: boicot. La ministra portavoz, Isabel Rodríguez, ha salido muy delicada y espantada, como si fuera María Antonieta con pluma de pavo real, a quejarse por esta nueva cosa revolucionaria de los transportistas, “esta acción minoritaria” que “está boicoteando al resto de trabajadores”. Ha llamado a los boicoteadores “ultraderechistas”, quizá porque conducen por la derecha y se han pasado. Yo la verdad es que le veo bastante futuro a esta movida, o sea a eso de que los trabajadores se nieguen a trabajar y exijan cosas, por ejemplo poder comer. Vaticino que, de generalizarse esta moda ultraderechista, podrían caer señoritos, caciques, imperios, dinastías, incluso altas cabezas aristocráticas con su peluca en forma de magdalena de desayuno funcionarial. El caos, el sindiós, la anarquía en suma.
Esto debe de ser otra señal más del fin de los tiempos, que la izquierda descubra ahora las huelgas salvajes y las huelgas políticas, los piquetes con tranca y con empellón, el olor de los neumáticos ardiendo en mañanas de guerra tropical e industrial, entre naranjas volcadas, metralla de tuercas, pistolas de silicona y señores con megáfono frutero o torpedero. En el fondo yo creo que esto es un puro conflicto capitalista, por el copyright o la patente del mecanismo más su criminal y explotadora plusvalía. Seguro que ha llegado un sindicalista de clase, con la carpetilla y la pechera llenas de pegatinas como un camión del Dakar o de Danone, a decir que eso no puede llamarse huelga sin que él se lleve sus royalties. Bueno, un sindicalista o quizá un preboste del partido hermano de izquierda, porque los sindicatos de clase ya no tienen de interlocutor al empresario ni como misión defender al obrero, sino que sólo hablan y defienden al político, su señorito.
Todo el que le chistaba a Sánchez ya era ultraderechista, antipatriota y hasta infeccioso mucho antes de que Putin invadiera Ucrania
La huelga o la protesta de los transportistas no puede llamarse ni huelga ni protesta, ni siquiera los transportistas pueden llamarse trabajadores, ni tampoco pueblo. Todo esto es marca registrada de la izquierda, como la Coca-Cola, una Coca-Cola sovietizada, aún más sagrada si cabe. La huelga® la hace el trabajador® contra el patrón o la hace el pueblo® contra la opresión, pero en todo caso después de que el político y el sindicalista se intercambien escarapelas, camisas de cuadros, convenios de colaboración y cursillos subvencionados de mecanografía (seguro que los sindicatos siguen dando cursos de mecanografía en máquinas negras, altas, grasientas, como linotipias o diligencias, y llevándose un pico, una especie de impuesto por el valor histórico de la cosa, o sea de la mecanografía y del sindicalismo). Como una huelga® no se puede hacer, por definición, contra el pueblo®, tampoco se puede hacer contra el Gobierno del pueblo®, así que esto tiene que ser otra cosa.
El Gobierno de las palabras no va a buscar una solución para los precios, para la energía ni para nada, sino otras palabras. Y a eso se ha puesto la Moncloa, que es ante todo una máquina, metralleta o piróscafo de palabras, como las máquinas de escribir ferroviarias, artilleras o fluviales que uno imagina todavía en las aulas del sindicato, colocadas quizá al lado de prensas de uva o desmotadoras antiguas. Los autores de “nueva normalidad”, “cogobernanza”, “arrimar el hombro”, “negacionismo político” y otros hits del despiste tampoco han insistido mucho en eso de que, técnicamente, un autónomo o una pyme no hacen huelga sino paro patronal. Camiones y tractores en círculo, entre fogatas y tambores, como una caravana del Oeste, suenan suficientemente a huelga para el españolito, así que en la Moncloa han renunciado a ponerse técnicos para centrarse en algo que tenga tanto peso y volumen como la huelga pero con matiz más peyorativo: boicot. Si el boicot es de los enemigos de la democracia®, el efecto es multiplicador: boicot ultraderechista. Y violento, por supuesto. Suena casi a putinesco, y quizá lo es.
Isabel Rodríguez, como con un exótico pastel azul de María Antonieta en la mano o en la cabeza; el ministro de Agricultura, Luis Planas, con su cosa de señor de casino comercial; la ministra de Transportes, Raquel Sánchez, que parece más una señora de trasatlántico que de camión; todos han recibido el recado escrito en la máquina de escribir palabros de la Moncloa, que es como una Singer de pedal o como una ametralladora de fuerte de empalizada, y han usado ultraderecha, violencia, boicot, radicales, o todo eso junto. Yo hubiera empleado también “negacionismo sindical”, por eso de no respetar la autoridad del liberado de carpetita, barba y camisa de cuadros que viene como un repartidor de la Coca-Cola de lo suyo, con carretilla y albarán.
El Gobierno, o sea la izquierda, acaba de descubrir la huelga, el piquete, el olor a napalm en las mañanas de la paz social, y no le gusta. Raquel Sánchez, hablando más como la dueña de un telar que como ministra de un partido supuestamente socialista, se sorprendía de esta encantadora manera ante las exigencias de los huelguistas o boicoteadores: “La mayoría de los transportistas quiere ejercer su derecho a trabajar (...), no vamos a tolerar este pulso”. Suena bien como lema de manifa, gritado por el señor del megáfono melonero mientras se bajan persianas metálicas al paso de los piquetes, los huevazos, los cadenazos, las amenazas y los empujones. Por si acaso, eso sí, el Gobierno ha preparado 23.000 policías y guardias civiles para que repartan entre los huelguistas pedagogía sindical de la buena.
Por supuesto, Sánchez no ha descubierto la huelga ni la vergüenza, sólo ha encontrado otra excusa en esta guerra como ya la encontró con el virus. La usará contra los transportistas ahora, contra todos los mosqueados y protestones que le van a salir después, y además la va a poder seguir usando contra Ayuso y Feijóo. En realidad, todo el que le chistaba a Sánchez ya era ultraderechista, antipatriota y hasta infeccioso mucho antes de que Putin invadiera Ucrania con urgencia y ferocidad, como para olvidar un gatillazo, y dijera, lo que son las cosas, más o menos lo mismo que nuestro presidente. Y todavía se creerá Sánchez que ha inventado la Coca-Cola.
El Gobierno, o sea la izquierda, acaba de descubrir la huelga y el piquete, pero todavía no sabe cómo llamarlo y de momento le ha puesto un nombre como de cohete experimental: boicot. La ministra portavoz, Isabel Rodríguez, ha salido muy delicada y espantada, como si fuera María Antonieta con pluma de pavo real, a quejarse por esta nueva cosa revolucionaria de los transportistas, “esta acción minoritaria” que “está boicoteando al resto de trabajadores”. Ha llamado a los boicoteadores “ultraderechistas”, quizá porque conducen por la derecha y se han pasado. Yo la verdad es que le veo bastante futuro a esta movida, o sea a eso de que los trabajadores se nieguen a trabajar y exijan cosas, por ejemplo poder comer. Vaticino que, de generalizarse esta moda ultraderechista, podrían caer señoritos, caciques, imperios, dinastías, incluso altas cabezas aristocráticas con su peluca en forma de magdalena de desayuno funcionarial. El caos, el sindiós, la anarquía en suma.
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