En su obra Paz y Guerra entre las Naciones, Raymond Aron afirmó que la guerra “siempre da la medida de una nueva verdad”. Los grandes cambios del mundo siempre han sido consecuencia de grandes conflictos. Así, sobre una colosal escombrera provocada por el ser humano, tras la II Guerra Mundial, se construyó un nuevo equilibrio geopolítico, basado en la bipolaridad y en el enfrentamiento de bloques antagónicos, igual que siglos antes la Paz de Westfalia (1648) había marcado el inicio de una nueva era de las relaciones internacionales, basada en la soberanía nacional y en la integridad territorial de los Estados.

Sin embargo, en 1989 llegamos a pensar que la idea del conflicto como eje rector de la evolución de la humanidad había sido desmentida por los acontecimientos, cuando al tenso equilibrio de bloques de la II Posguerra le sucedió “el fin de la Historia”, según la conocida tesis de Francis Fukuyama, esto es, un triunfo planetario del Estado democrático-liberal, con todas sus variantes, al que poco a poco se irían adhiriendo los Estados nacidos de la descomposición del bloque socialista, hasta convertir en residual y con fecha de caducidad cualquier intento de ordenar la convivencia política al margen de los grandes postulados del orden liberal… y todo ello sin apenas derramamiento de sangre.

En 2015, con similar optimismo y tono profético, Yuval Noah Harari, en las primeras páginas de su libro Homo Deus, exponía la tesis principal de su obra: “En los albores del tercer milenio, la humanidad se despierta y descubre algo asombroso. La mayoría de la gente rara vez piensa en ello, pero en las últimas décadas hemos conseguido controlar la hambruna, la peste y la guerra”.

La realidad es que solo cinco años después, el 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud declaraba que la emergencia de salud pública causada por el por el virus SARS-CoV-2 había de ser considerada como una pandemia. El siglo XXI ya tenía su “peste”.

Asimismo, el 24 de febrero de 2022, siete años después del publicarse en hebreo la primera edición de Homo Deus, Rusia ha invadido Ucrania iniciando el mayor ataque militar en suelo europeo desde la II Guerra Mundial. Las consecuencias de esta guerra del siglo XXI son, a día de hoy, totalmente impredecibles y el efecto dominó provocado por el conflicto y sus numerosas derivadas en el ámbito económico pueden llevar a la paradoja de que, para una parte de la población, estemos también en la antesala de una suerte de “hambruna” del siglo XXI.

Las consecuencias de esta guerra son, a día de hoy, totalmente impredecibles y el efecto dominó provocado por el conflicto puede llevar a la paradoja de que estemos en la antesala de una suerte de “hambruna” del siglo XXI

La hambruna, la peste y la guerra, decía Harari, “continuarán cobrándose millones de víctimas en las próximas décadas. Sin embargo, ya no son tragedias inevitables fuera de la comprensión y el control de una humanidad indefensa”. El tiempo nos dirá si efectivamente es así o si, jaleados por muchos pensadores optimistas, nos hemos precipitado al creer que habíamos pasado definitivamente una página de la historia.

En este escenario de incertidumbre que ha pulverizado la creencia occidental en el “eterno presente”, en el que nunca pasaba nada extraordinario, hay un rasgo de nuestro modo de vida que resulta innegable y es que la experiencia humana se desenvuelve con la misma intensidad en dos planos paralelos: el de la realidad física y el de la realidad virtual, que constituye una dimensión para el desarrollo de todas las facetas de la vida incluyendo, desde luego, el conflicto y la guerra.

El ciberespacio es, como lo denomina la Estrategia Nacional de Ciberseguridad, un espacio común global en el que las categorías tradicionales de soberanía y jurisdicción son difusas e incluso inoperantes. Este espacio común global es, a la vez, escenario de conflicto y medio a través del cual intervenir en los espacios físicos convencionales: tierra, mar, aire y, en su caso, espacio ultraterrestre. 

El término ciberguerra se utiliza, en ocasiones, de forma amplia para referirse a un conjunto variado de acciones hostiles que, como señala la Resolución del Parlamento Europeo de 7 de octubre de 2021, sobre la situación de las capacidades de ciberdefensa de la UE, pueden comprometer todos los ámbitos militares tradicionales, en la medida en que dependen de la funcionalidad del ciberespacio y pueden comprender “elementos de guerra híbrida, como las campañas cibernéticas de desinformación, las guerras por delegación, el uso ofensivo y defensivo de las cibercapacidades y los ataques estratégicos contra proveedores de servicios digitales con el fin de perturbar infraestructuras críticas, así como nuestras instituciones democráticas y causar pérdidas financieras considerables”.

En un contexto jurídico, sin embargo, advierte Robles Carrillo de que la acepción del término ciberguerra es más restringida y hace referencia a “un conflicto armado conducido por medios cibernéticos total o parcialmente”.

Esta realidad del ciberespacio como nuevo entorno bélico ha sido incorporada progresivamente en el ámbito estratégico de la defensa y no ha dejado de perfeccionarse hasta el punto de que el actual conflicto en Ucrania es una innegable muestra de que las acciones hostiles en el ciberespacio demuestran que la guerra del presente y del futuro se libra también en el mundo digital.  

El año 2016 puede considerarse un momento decisivo en la asunción realista de esta nueva concepción de la guerra. Aunque la OTAN había incorporado estas consideraciones estratégicas desde 2008, será en la Cumbre de Varsovia de 2016 cuando se reconozca expresamente el ciberespacio como ámbito de operaciones, a través de la aprobación del Cyber Defence Pledge, que asume la prioridad de reforzar las capacidades de ciberdefensa y de resiliencia de los Estados miembros y de la Alianza.

El Consejo de la Unión Europea, por su parte, aprobó en 2018 el Marco político de ciberdefensa, que establece las prioridades en esta materia en el contexto de la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD).

El ciberespacio presenta rasgos que lo convierten en una dimensión ideal para las agresiones, los usos maliciosos o las acciones ilícitas y éstas se producen también en el contexto de un conflicto bélico, con la particularidad de que, por las especiales características del mundo virtual, tales acciones no siempre son ejecutadas por actores estatales o fuerzas militares. Como buena muestra de ello, el pasado miércoles El Independiente publicaba un amplio reportaje explicando en detalle la actividad de Hacken, una compañía de ciberseguridad ucraniana convertida en “agregador de ciberatacantes” dispuestos a enfrentarse a Rusia en el teatro de operaciones digital.

Esta singularidad de la guerra cibernética es consecuencia de los particulares rasgos que definen y caracterizan el mundo virtual, desde la ciberdependencia y la hiperconectividad hasta la impunidad con que se desarrollan las actuaciones en el ciberespacio, la evanescencia del marco jurídico o la dificultad para atribuir los ataques a sus responsables reales.

La ciberguerra puede ser, a veces, el conflicto de todos contra todos y, como en tantas otras ocasiones, la democracia liberal parte en clara desventaja frente a los Estados dirigidos por líderes sin escrúpulos

Todo ello explica que muchos incidentes cibernéticos promovidos, en última instancia, por actores estatales se parapeten detrás de un escudo de opacidad que hace realmente difícil para los países que respetan el Derecho de los conflictos adoptar medidas de respuesta, como la legítima defensa, cuando a duras penas sabemos quién nos está atacando y cuál es el alcance del ataque. La ciberguerra puede ser, a veces, el conflicto de todos contra todos y, como en tantas otras ocasiones, la democracia liberal, enmarcada en sus condicionantes éticos y jurídicos, parte en clara desventaja frente a los Estados dirigidos por líderes sin escrúpulos.

Las consecuencias de esta asimetría y del carácter híbrido de la nueva guerra van mucho más allá de los conflictos armados y se proyectan en innumerables ámbitos de la actividad humana.

Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en la reciente sentencia de un Tribunal de Nueva Jersey que ha puesto fin a la controversia jurídica entre la multinacional farmacéutica Merck y la aseguradora Ace American, motivada por la reclamación presentada por la primera, invocando su derecho a ser indemnizada por las cuantiosas pérdidas provocadas por el ataque de ransomware NotPetya en junio de 2017. El razonamiento de la compañía de seguros era simple: si el ciberataque formaba parte de los actos hostiles realizados por Rusia contra Ucrania, es decir, si se trataba de un acto de ciberguerra, la cobertura del seguro quedaba excluida por la excepción de los actos de guerra (la llamada Acts of War exclusion clause). 

El Juez Walsh, en este importante fallo, ha planteado las limitaciones del propio concepto de ciberguerra, partiendo de que una “acción hostil o bélica” se define como “perteneciente o característica de un enemigo; perteneciente o involucrado en hostilidades reales”. El lenguaje de los contratos de seguro no ha evolucionado, afirma Walsh, como para entender incluidos los ciberataques en la cláusula de exclusión por actos de guerra, sin perjuicio de que tales ataques en el ciberespacio, por parte de actores estatales o privados, son cada vez más comunes.

El primer desafío para comprender y asumir lo que la ciberguerra significa pasa, por tanto, por entender el alcance del fenómeno y unificar nuestro lenguaje pues, como acertadamente observa Cubeiro Cabello, “si no hablamos un idioma común, difícilmente podremos ser coherentes en su desarrollo”.


Francisco Martínez. Letrado de las Cortes. Abogado.