Ante la mirada incrédula de trabajadores humanitarios, sociedad civil y ONG, las autoridades europeas se están dando cuenta de lo que muchos de nosotros llevamos años intentando explicar: es necesario y posible ofrecer una acogida responsable a las personas que huyen de la violencia.
En respuesta a la huida de más de 3,6 millones de personas de la guerra en Ucrania, la Unión Europea y sus estados miembro han puesto en marcha medidas que han sido solicitadas por todas las organizaciones de apoyo a los migrantes y refugiados en los últimos años, medidas que las autoridades europeas y los estados miembro habían considerado (y muchos nos tememos que volverán a considerarlas) imposibles de aplicar y a veces perjudiciales: asentamiento de las personas en el país de su elección, acceso más ágil al procedimiento de asilo, alojamiento, derecho al empleo y a la atención sanitaria, entre otras.
La reacción, con honrosas excepciones, fue muy diferente en la inapropiadamente llamada de crisis de refugiados en 2015
El pasado 3 de marzo, en una inusual muestra de solidaridad, los Veintisiete firmaron una directiva que otorga protección a los refugiados ucranianos durante tres años. Ante el éxodo masivo, la comisaria europea de interior de la UE, Ylva Johansson, destacó que "la UE está unida para salvar vidas. Necesitamos más solidaridad y una legislación adecuada para brindar protección a las personas, para darles derechos”.
Una podría sonreír con escepticismo ante esta repentina adopción por parte de los dirigentes europeos de un vocabulario que suele proceder de personas y organizaciones que han sido calificadas por algunos de estos mismos políticos como “cómplices de los traficantes” por intentar salvar a personas en su huida por mar a Europa, en el peor de los casos, o como "buenistas”, en el mejor. En cualquier caso, felicitémonos sin reservas por esta oleada de solidaridad. Donde hay voluntad hay camino, pero lancemos la vista atrás.
El estatus de protección temporal aprobado por la UE para los refugiados ucranianos nunca se puso en marcha para las poblaciones desplazadas durante la guerra de Siria o el conflicto afgano, que dura ya varias décadas. La reacción, con honrosas excepciones, fue muy diferente en la inapropiadamente llamada de crisis de refugiados en 2015. También ha sido muy distinto en las supuestas crisis diplomáticas que, una y otra vez, se han desatado entre los socios europeos para acoger a apenas 150 personas rescatadas en el Mediterráneo. El espectáculo lamentable de personas esperando semanas en alta mar a que los estados de la UE (y no todos) se repartieran las cuotas antes de permitir que pusieran un pie en un puerto europeo se ha dado en demasiadas ocasiones.
La negativa de la UE a ofrecer a las personas que huyen de su país algo más que confinamientos o devoluciones ha tenido demasiados ejemplos como para dejarlos pasar
La negativa de la UE a ofrecer a las personas que huyen de su país algo más que confinamientos o devoluciones ha tenido demasiados ejemplos como para dejarlos pasar: los campos de refugiados cerrados en las islas griegas, el apoyo europeo (financiero y material) a los guardacostas libios cuya misión es devolver a las personas a un país donde son víctimas de continuas violaciones de los derechos humanos o los tristemente famosos acuerdos UE- Turquía e Italia-Libia, basados en una arquitectura de la disuasión y en la externalización de fronteras son ejemplos patentes.
La acogida de la población ucraniana por la UE plantea la cuestión del carácter cuasi racista de la política migratoria europea y de la clasificación entre ‘refugiados buenos’ y ‘refugiados sospechosos’ que resulta de ella. La dificultad que algunos ciudadanos africanos y asiáticos que residían en Ucrania han tenido para huir del país y cruzar la frontera nos ha ofrecido una triste muestra de ello. Esta manera de hacer entra en franca contradicción con la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, firmada por todos los países miembros de la UE.
La acogida de la población ucraniana por la UE plantea la cuestión del carácter cuasi racista de la política migratoria y de la clasificación entre ‘refugiados buenos’ y ‘refugiados sospechosos’
¿En nombre de qué es menos merecedor de protección, por ejemplo, un ciudadano eritreo que ha huido del reclutamiento forzoso en su país, que ha pasado meses encerrado en un centro de detención en Libia, que ha sido víctima de torturas y malos tratos que un ciudadano ucraniano que huye de los bombardeos rusos sobre su país?
¿En qué momento aceptamos que la estrategia de la disuasión sobre la que se basa el confinamiento de miles de personas encerradas en centros en las islas griegas era una respuesta humana? Muchas de ellas huyen de los mismos horrores de la guerra y la violencia que ha estallado ahora en Ucrania y que azotan Siria, Afganistán o Irak. En las islas del Egeo quedan, sin embargo, desprovistas de cualquier tipo de protección, o la reciben a cuentagotas, en un limbo de incertidumbre y desesperación.
¿Acaso a algún responsable político europeo se le ha ocurrido tildar de ‘efecto llamada’ a la acogida de personas refugiadas que escapan de la guerra en Ucrania? ¿No sería enormemente cruel argumentar que la acogida adecuada de refugiados ucranianos va a traducirse en un incremento de las personas que huyen del país? Sin embargo, es así, con las mismas palabras: ‘efecto llamada‘, como siguen denominando algunos dirigentes europeos a las operaciones de salvamento en el Mediterráneo.
La UE tiene que mirarse al espejo y demostrar la misma empatía para quienes huyen de guerras no tan cercanas, pero igualmente aterradoras
Esta lógica de clasificación sobre una base étnico-racial, estableciendo una distinción entre buenos y malos refugiados, ha agravado la ya oposición tradicional entre ‘migrantes’, aquellos que se supone que abandonan su país por razones económicas, y ‘refugiados’, aquellos que son legítimos por ser víctimas de la violencia y la persecución, y cuyos límites ya se conocen.
La guerra en Ucrania nos debería sacudir para ver la necesidad de reconsiderar toda la política de acogida bajo una luz no solo más humana, sino sobre todo más acorde con la realidad. La UE tiene que mirarse al espejo y demostrar la misma empatía para quienes huyen de guerras no tan cercanas, pero igualmente aterradoras.
Raquel González es responsable de Relaciones Institucionales de Médicos Sin Fronteras
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