Para que todos pudieran aplaudir al héroe, el Congreso desmontó los escaños y se transformó en platea carmesí. Aunque se diría que el héroe era Sánchez, que daba lecciones a Zelenski sobre derribar dictaduras (nuestro presidente las sigue derribando cada día, en glorietas y columbarios). Sánchez no pudo resistir arrimarse a la historia y a la épica igual que se arrima a las rotondas, los obeliscos y las tumbas con corona de flores o martillo pilón, y se empeñó en hablar tras Zelenski, algo que creo que sólo se ha atrevido a hacer Boris Johnson, otro héroe de la desesperación y de las ventoleras del fin del mundo. El Congreso, con diputados, senadores, embajadores y notables; solemne, apretujado, de oro, rojo, madera y luto, como una grada de Viernes Santo, vio a Zelenski con su firmeza trágica, su cara de desayuno de cuartel y su frío de garita, aunque escuchara una traducción infame, entre el gramófono, la cotorra y la tómbola. No importaba, a Zelenski se le entendía todo. Tras él, Sánchez parecía un colillero.
Zelenski saludó con la mano en el pecho, entre nadador olímpico, señor de cuadro y personaje de gira por el propio museo de la historia, mientras el Hemiciclo aplaudía de pie, creo que unánimemente, aunque algunos de Podemos escondieran un poco las manitas de dinosaurio manicorto y los de la CUP se negaran a firmar la declaración conjunta, sin duda por algún reparo moral con la propia moral. Ni los más putinescos de los presentes, que los hay, ésos que van y vienen de la equidistancia al contrapeso de la geografía y de la historia, ésos que equiparan la hipocresía con el genocidio, se atrevieron a hacerle el feo al héroe del momento. Pensé que Zelenski sólo tiene esa mano desgarrándose el pecho, padre con todos sus hijos muertos, como una madre del Guernica, y que, como el cuadro, ya ha ganado en la historia, y nadie abuchea al ganador. Si acaso, se le arrima, como hizo Sánchez, siempre pedigüeño o robasombra.
Después de Zelenski, Sánchez parecía un barrendero de la épica, como esos barrenderos del confeti de las cabalgatas municipales
Guernica, ése fue el candil emocional o visual que usó Zelenski, que siempre prende uno en cada país, como se le prende una mariposa a cada santo. Pensé que no sería capaz de encontrar un momento de nuestra historia que uniera a toda la gallera de facciones, odios, revanchas y tribus que somos, pero yo creo que no hace falta. No es que Zelenski se vista de Rambo de pelar patatas, de muñeca de la Legión, de Pilarica, de Empecinado, de maquis o de piedad cubista para reclutarnos, para convencernos con cercanías históricas, para pedir por una causa como si sólo fuera un boy scout que vende galletas. Ya no estamos ahí, discutiendo opciones políticas o económicas o estéticas, o afinidades que parecen de Eurovisión. Estamos en la lucha primigenia de la civilización contra la barbarie, ya a nuestras puertas, y ante eso sólo cabe desertar de la humanidad o aplaudir, siquiera con manitas de tiranosaurio o foca.
Zelenski, hablando sin fondo de maderas, óleos ni oros, apenas una bandera como un pendón embarrado de soldado con capote y luego una pared de un blanco crudo, como de paredón o de nicho, nos emplazó a dejar de tener miedo y nos recordó que la lucha también es nuestra, o fundamentalmente nuestra, porque Putin no pelea por un trozo de mapa o de moqueta sino por un sistema de cosas que supone la muerte de la democracia y de Europa. “La batalla de Ucrania por su libertad es nuestra batalla”, reconoció luego Sánchez, aunque él sí con fondo de maderas, óleos y oros presidenciales. Será nuestra batalla, pero a él le costó bastante pasar de enviar tiritas y lociones a enviar lanzagranadas, y sus socios aún siguen con el pacifismo de tapetillo y la geopolítica de tetería.
Zelenski no se limitó a pedir ayuda con la gorra de la mili en la mano como una gorra de organillero, sino que citó a Porcelanosa y a Maxam, dos empresas que aún no han roto con Rusia. Sus nombres en boca de Zelenski sonaron a jingle inverso, a imagen de marca destrozada como porcelana destrozada. Un poco como sonaba Sánchez después, en su discurso con épica rebañada como de una olla ajena. El Congreso, lleno y silencioso como para escuchar a un tenor, aplaudía al héroe que no era héroe por ir de caqui como los cazapatos de Vox, sino por no haberse rendido, no ante la fuerza sino ante la barbarie. Vi alguien por ahí, en los escaños convertidos en palquito o en corrala, que tenía un medallón con el símbolo de la paz, grande, icónico y pasado de moda como el frontal de una furgoneta Volkswagen, y alguien más con un jersey que ponía “love” como en la camiseta de una muñeca repollo. Símbolos que se volvieron siniestros en su infantilismo, como un payaso siniestro, cuando Zelenski contaba cómo las madres escriben a bolígrafo, sobre las carnes de sus hijos pequeños, los datos que puedan seguir haciéndolos personas aunque sean huérfanos. Todos aplaudían a Zelenski, aunque desde diferentes distancias morales o focales, desde su asiento con impertinentes de teatro, desde su guerra de balneario, desde su paz de mecherito o desde su heroísmo de canapé. Después de Zelenski, Sánchez parecía un barrendero de la épica, como esos barrenderos del confeti de las cabalgatas municipales.
Para que todos pudieran aplaudir al héroe, el Congreso desmontó los escaños y se transformó en platea carmesí. Aunque se diría que el héroe era Sánchez, que daba lecciones a Zelenski sobre derribar dictaduras (nuestro presidente las sigue derribando cada día, en glorietas y columbarios). Sánchez no pudo resistir arrimarse a la historia y a la épica igual que se arrima a las rotondas, los obeliscos y las tumbas con corona de flores o martillo pilón, y se empeñó en hablar tras Zelenski, algo que creo que sólo se ha atrevido a hacer Boris Johnson, otro héroe de la desesperación y de las ventoleras del fin del mundo. El Congreso, con diputados, senadores, embajadores y notables; solemne, apretujado, de oro, rojo, madera y luto, como una grada de Viernes Santo, vio a Zelenski con su firmeza trágica, su cara de desayuno de cuartel y su frío de garita, aunque escuchara una traducción infame, entre el gramófono, la cotorra y la tómbola. No importaba, a Zelenski se le entendía todo. Tras él, Sánchez parecía un colillero.
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