Todavía guardo el ejemplar de El Mundo con la muerte de Umbral en la portada, un periódico convertido ya en encaje de solterona o en tabaco antiguo de padre. Umbral fue como un padre cura que nunca supo de mí, es lo que digo siempre, se lo dije incluso a María España, que sigue siendo esa mujer como japonesa que cuida la memoria y la casa de Umbral sin ruido y casi sin pies. A veces abre uno ese periódico, o uno de sus libros, y siente que está desenvolviendo a Umbral como una daga enterrada con un tesoro tartesio. Ahora la literatura ha muerto, los periódicos han muerto, son como novias muertas, como generales muertos, como poetas muertos, ese lord Byron que colgaba en el armario en El hijo de Greta Garbo quizá, y lo que queda es un cuchillo de otra cultura envuelto en un trapo, como un glifo expoliado, llevado y traído por bárbaros, mercaderes y recuas. Huérfano de padre cura y de literatura sagrada, a uno lo que le parece es que habría que tirar el mundo entero a la piscina, como hacía Umbral con los libros malos, que eran y siguen siendo casi todos.
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