Todavía guardo el ejemplar de El Mundo con la muerte de Umbral en la portada, un periódico convertido ya en encaje de solterona o en tabaco antiguo de padre. Umbral fue como un padre cura que nunca supo de mí, es lo que digo siempre, se lo dije incluso a María España, que sigue siendo esa mujer como japonesa que cuida la memoria y la casa de Umbral sin ruido y casi sin pies. A veces abre uno ese periódico, o uno de sus libros, y siente que está desenvolviendo a Umbral como una daga enterrada con un tesoro tartesio. Ahora la literatura ha muerto, los periódicos han muerto, son como novias muertas, como generales muertos, como poetas muertos, ese lord Byron que colgaba en el armario en El hijo de Greta Garbo quizá, y lo que queda es un cuchillo de otra cultura envuelto en un trapo, como un glifo expoliado, llevado y traído por bárbaros, mercaderes y recuas. Huérfano de padre cura y de literatura sagrada, a uno lo que le parece es que habría que tirar el mundo entero a la piscina, como hacía Umbral con los libros malos, que eran y siguen siendo casi todos.
90 años hubiera cumplido hoy Umbral, que es lo que se suele decir en estos casos, cuando hasta los escritores cumplen años de roquero muerto, como si fueran Elvis o Nino Bravo. Yo no conocí a Umbral, así que me ahorro el personaje de Umbral, el trato con Umbral, el whisky de boticario del Oeste que se preparaba Umbral, la chai que nos quitó Umbral en un tablao o en el hipódromo, todo eso que cuenta la gente en plan vida y anécdotas de Lola Flores. A mí no me interesa el personaje de Umbral, que lo mismo lo confundo con un Alfredo Amestoy de gafa gorda, o con un Ramoncín con bota de cocodrilo y as de picas en la lengua, o con tanto literato que aún anda por ahí con cascarón de bufanda, esos escritores que se disfrazan de escritor como de romano. A mí no me interesan el dandi, que Umbral a veces parecía Jaime de Mora y Aragón, ni el ogro, ni el tierno, ni el de la movida, ni el del madrileñismo de casa de cocidos. Lo primero que hay que hacer con Umbral es olvidarse de su personaje y de su época, no hacerlo indio literario ni macarrilla complutense ni sereno de Madrid ni ujier de la política, porque es así como se olvida que, sobre todo, Umbral hacía literatura absoluta, literatura pura, tuviera delante una posguerra o un platanero.
La literatura de Umbral era traerte España en la columna lo mismo con un ministro que con un lechero
La literatura pura no es escribir sobre el amor con éxtasis de monja ni sobre las flores con éxtasis de cabra. La literatura pura es convertir todo en literatura, extraer la literatura de las cosas como si se sacara un lingote de ellas, el lingote que siempre hay en ellas, como Miguel Ángel sacaba las estatuas de la piedra. Umbral no se limitaba a narrar, a describir, a contarte lo que pasó en su pueblo o a decir que las olas eran espumosas, como hace Vargas Llosa, que parece un Nobel de los fareros. La literatura pura, la literatura de Umbral, era tomar la realidad, los objetos, los personajes, los hechos y hasta las ideas y arrancarles, como un corazón de paloma, ese lingote de literatura que nos dejaba más verdad sobre ellos que la más exacta descripción paisajística o médica, y por supuesto más que la siempre boba narración policial. Y nos dejaba más verdad porque nos transmitía la sensación de la cosa o el hecho, no su sombra ni su inventario.
La literatura pura, la literatura de Umbral, era traerte España en la columna lo mismo con un ministro que con un lechero. Incluso con el lechero se explicaba España mejor, que al fin y al cabo el ministro sólo hace conciertos de política como el pianista hace conciertos de piano. Los periodistas de escuela aún no entienden que el periodismo pueda hacerse con literatura, les parece el antiperiodismo, la subjetividad pura, y además algo que no se puede aprender (la literatura no se aprende, sólo se sabe hacer o no), o sea que les estropea su largo carrerón. Pero no hay nada que explique mejor el mundo que el arte, y lo que pretende el periodismo precisamente es explicar el mundo, aunque tenga que hacerlo con prisas. No sólo el hecho, sino su sensación; no sólo la narración, sino la vivencia... No hay ningún sitio donde la literatura encaje y sirva mejor que en el periodismo, ese periodismo que Umbral llamaba “periodismo de arte”.
Decía Umbral que escribir era un verbo intransitivo, así que en escribir artículos o libros hay una diferencia más de paciencia que de oficio. La gran verdad de la literatura es que tiene el tamaño de sus palabras, no de sus héroes ni de sus culebrones ni de sus tochos. Hay escritores que necesitan una odisea de soldados o de costureras para hacer un libro, o periodistas que necesitan una tesina para hablar de política, y a Umbral le bastaba con una madre descalza, un hijo en la mecedora o un presidente resfriado. Eso, claro, no se perdona. De Umbral se ha dicho que era buen articulista pero mal novelista, y eso sólo demuestra que los que lo han dicho no saben escribir en intransitivo, o sea que no saben escribir. Pero Umbral era escritor en una servilleta, en un folio o en Mortal y rosa, mientras los otros quizá sólo son albañiles de novelones de hormigón, novelones de dominguero como chalés de dominguero. Mortal y rosa, por cierto, es un libro que no han superado ni superarán con Nobel de club de dardos ni con coba de trenca académica.
Hoy saco otra vez el periódico con la noticia de la muerte de Umbral y me deja un tacto de caja de gusanos de seda o de alcoba incendiada, algo de recuerdo de niño y algo de trauma de niño. Nunca conocí a mi padre literario, padre cura, licenciosamente olvidado de todos sus hijos, que hay muchos por ahí. Nunca lo conocí, pero quizá es mejor, si no lo mismo ahora estaría contando alguna anécdota con él en bata que parecería una anécdota con Woody Allen. Prefiero estar contando que en realidad no se trata sólo de Umbral, como si fuera el Buda de los umbralianos. Lo importante de Umbral es que tirando de él uno tiene que llegar al 27, a Pessoa, a Proust, a los simbolistas franceses y al Siglo de Oro, a la gran literatura de la imaginación, de la fuerza y de la sensación. Umbral está enterrado en ese periódico viejo, ese papel quemado de sol y de sombra, y está en mi librería, con tacto de catacumba, no como reliquia sino como recordatorio, para que no se me olvide que esa literatura pura y absoluta existió. Y seguirá existiendo, aunque ahora sólo veamos libros de quiosco de estación y politólogos coñazos. O eso, o habrá que tirar el mundo entero a la piscina.
Todavía guardo el ejemplar de El Mundo con la muerte de Umbral en la portada, un periódico convertido ya en encaje de solterona o en tabaco antiguo de padre. Umbral fue como un padre cura que nunca supo de mí, es lo que digo siempre, se lo dije incluso a María España, que sigue siendo esa mujer como japonesa que cuida la memoria y la casa de Umbral sin ruido y casi sin pies. A veces abre uno ese periódico, o uno de sus libros, y siente que está desenvolviendo a Umbral como una daga enterrada con un tesoro tartesio. Ahora la literatura ha muerto, los periódicos han muerto, son como novias muertas, como generales muertos, como poetas muertos, ese lord Byron que colgaba en el armario en El hijo de Greta Garbo quizá, y lo que queda es un cuchillo de otra cultura envuelto en un trapo, como un glifo expoliado, llevado y traído por bárbaros, mercaderes y recuas. Huérfano de padre cura y de literatura sagrada, a uno lo que le parece es que habría que tirar el mundo entero a la piscina, como hacía Umbral con los libros malos, que eran y siguen siendo casi todos.
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