Yo creo que, al final, es verdad que la culpa del espionaje a Sánchez la tiene el CNI. El CNI, con su señora madrastra al frente, dura y silenciosa como la madre de Whistler, y que sin embargo no se atrevía a pedirle o a robarle a Bolaños el móvil de Sánchez, más una reliquia, un fetiche, que un teléfono. Yo creo que Bolaños dormía y duerme con el móvil de Sánchez bajo la almohada, como una cinta del pelo o un camafeo de la amada imposible y cercana. No es que Moncloa se encargara de la seguridad de ese móvil, que eso ya lo reconocieron en su día, es que Bolaños no podía dejar ese móvil sin sentirse celoso, como si le diera a un funcionario la braga de la novia. Bolaños no abandonaba nunca ese móvil con olor a la loción de Sánchez, una cosa así entre pipa y deportivo nuevo, y eso es comprensible. La culpa es del CNI, que no se atrevió a entrar en una alcoba de enamorado con altarcito y robar el tesoro de toda una vida, ese móvil como un ramo de dama de honor o una servilleta con carmín.
Moncloa tenía la custodia del móvil presidencial, como un cáliz artúrico, o quizá como un lazo desatado de Ginebra que guardara Lancelot, y uno cree que eso no tiene nada que ver con la seguridad nacional sino con la lealtad y con el amor, que es mucho más importante. El CNI tiene los medios y el personal, sus severos ingenieros y criptólogos que son como entomólogos de los cacharros, pero para que llegara a ellos hacía falta que Bolaños soltara el teléfono, soltara el ramo, soltara ese móvil de frío y desesperado delirio amoroso, como la lápida o el piececito de Annabel Lee, y que consintiera que se lo llevaran lejos, como en un fiero carruaje, hacia el destierro, hacia el olvido o hacia otro amor. El CNI tiene los medios, la gente y la cabeza, aunque no tiene las competencias, no tiene el llavín del cofrecito de Sánchez, de su móvil o de su corazón con forma de cajita de música, que sólo guarda Bolaños como una íntima llavecita de hotel de enamorados. De todas formas, el amor nunca puede ser culpable. El CNI tendría que haber convencido o raptado a Bolaños, que tampoco los espías pueden ser tan melindrosos.
No se trataba ya de que de Bolaños dependiera la seguridad de Sánchez, sino la intimidad de Sánchez
El personal parece no ser consciente de lo que representa el puesto de Bolaños, el amor de Bolaños, que se nota cada día en el Congreso, donde parece un tuno, con su traje completo de tuno, cantando al balcón de la Presidencia. En el sotanillo de la Moncloa, y luego en su ministerio, que es como tener un ministerio para hacerle la raya del pantalón a Sánchez, Bolaños ha ido acumulando devoción, trabajo y amor, como una secretaria enamorada, y eso al final se mezcla todo. No se trataba ya de que de él dependiera la seguridad de Sánchez, sino la intimidad de Sánchez. Yo me imagino a Bolaños acariciando ese móvil como se acaricia una solapa, que es otra manera de acariciar al hombre, o instalándole él mismo el Whatsapp con mimo y mecidas, como si le zurciera un calcetín o le repasara un ojal, ese móvil llevado y traído en bandejita, abrillantado por la noche como una coraza, guardado en un joyerito secreta e inapropiadamente, como un mechón.
No es el trabajo, sea la costura o la seguridad, sino la intimidad que implica, lo que impulsa a estos altos funcionarios o enamorados del sanchismo a los celos, a la sospecha, a la posesividad y al romanticismo, a guardar el móvil como una hoja seca en un libro o como una liga de la primera vez, por encima de lo que puedan pensar, sugerir o pedir los del servicio secreto, fríos, crueles y antipoéticos como dentistas. El móvil de Sánchez dependía de Moncloa, la seguridad de Sánchez dependía de Moncloa, el pijama de seda que toca su pecho grecorromano dependía de Moncloa, así que Bolaños se sentía como un ángel de esquinita de la cama de Sánchez, un ángel quizá un poco perverso ante ese colchón monclovita o turco de Sánchez. De Moncloa dependía vestir el galán de noche de Sánchez, que es otra manera de desvestir al hombre; de Moncloa dependían el claro de luna o la antorcha prometeica que tienen que acompañar a Sánchez siempre, cómo no iba a sentir Bolaños que le pertenecía el tacto, el usufructo, el amor sustituto de ese móvil, que se merecía tenerlo un año entero o más bajo su camisa, temblando como un gorrioncillo junto a su corazón rendido, como una carta de amor, sin que nadie más cotilleara el objeto y el tamaño de su pasión ni las traiciones del amado.
La culpa la tiene el CNI, que debió imponerse a los enamorados tardones y avaros que no saben colgar el teléfono y coleccionan hasta las horquillas del amado. La culpa la tiene el CNI, al que yo creo que le dio pereza o grima soportar esa dolorosa separación entre Bolaños y el móvil de Sánchez, una separación como de dos amantes de estación o de uno de esos colgantes que se parten en dos corazones agalletados. La culpa la tiene el CNI, que no tuvo fuerzas para arrebatar el móvil de las manos de Bolaños, como el sudario de las manos de una viuda troyana, ni tuvo ganas de pelearse con un enamorado descamisado y con florete. La culpa la tiene el CNI porque el corazón nunca atiende a la cabeza y alguien tenía que poner cabeza aquí, entre tanta pasión de jardinero y tantos celos de mayordomo.
Yo creo que, al final, es verdad que la culpa del espionaje a Sánchez la tiene el CNI. El CNI, con su señora madrastra al frente, dura y silenciosa como la madre de Whistler, y que sin embargo no se atrevía a pedirle o a robarle a Bolaños el móvil de Sánchez, más una reliquia, un fetiche, que un teléfono. Yo creo que Bolaños dormía y duerme con el móvil de Sánchez bajo la almohada, como una cinta del pelo o un camafeo de la amada imposible y cercana. No es que Moncloa se encargara de la seguridad de ese móvil, que eso ya lo reconocieron en su día, es que Bolaños no podía dejar ese móvil sin sentirse celoso, como si le diera a un funcionario la braga de la novia. Bolaños no abandonaba nunca ese móvil con olor a la loción de Sánchez, una cosa así entre pipa y deportivo nuevo, y eso es comprensible. La culpa es del CNI, que no se atrevió a entrar en una alcoba de enamorado con altarcito y robar el tesoro de toda una vida, ese móvil como un ramo de dama de honor o una servilleta con carmín.
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