Como si en España no existieran problemas de otra naturaleza, y desde luego más sangrantes y urgentes, asisto atónito al espectáculo orquestado por unos y otros con motivo del regreso a España, siquiera por unos días, del ciudadano Juan Carlos de Borbón, exjefe del Estado entre 1975 y 2014 y residente en Abu Dabi desde agosto de 2020.

Lamento desmontar toda la prosopopeya y el oropel a este regreso de don Juan Carlos a España, pero lo cierto es que no se ha trata más que de un viaje mediático para ver y participar en sus adoradas regatas. Punto. Lo demás es la escenificación, torpe y mal conducida, de un circo que este país no tiene tiempo ni disposición de permitirse después de más de dos años de sufrimiento por una pandemia brutal y un negro túnel económico del que, solo ahora, comenzamos a atisbar la salida. ¿Les parece muy tajante mi análisis? Atiendan solo a los hechos: todas las cadenas de televisión retransmitiendo en directo el aterrizaje del Emérito para irse de regata. Su íntimo amigo, Pedro Campos, y su hija mayor, la infanta Elena, a pie de escalerilla para recibirle y rendirle los honores.

¿Quién ha pagado este viaje? ¿El propio interesado de su bolsillo o el erario público? Es una pregunta muy pertinente para ser planteada, no solo desde la opinión pública y desde los medios de comunicación sino también en sede parlamentaria por parte de algún grupo político que no tenga complejo alguno en hacerlo. Aunque solo fuera desde el punto de vista de la salud democrática del país debería hacerse. Rehuir esa pregunta es un lamentable error, también desde el punto de vista de la comunicación.

Espectáculo y poca transparencia

No se ha explicado suficientemente, por ejemplo, la extraña circunstancia de que el avión que trajo a don Juan Carlos desde Abu Dabi sea un aparato privado, particular, de titularidad no revelada, y cuyo arrendador -la persona que alquiló físicamente la aeronave- tampoco ha trascendido. En realidad, a nadie debe sorprender la oscuridad que rodea a muchas de las circunstancias de la visita de don Juan Carlos a España.

Ya desde su marcha, en aquel lejano mes de agosto de 2020, las brumas han rodeado todo lo que tiene que ver con la vida y las circunstancias de quien fuera durante 39 años el jefe del Estado. Nunca se explicaron bien las razones de su marcha. Tampoco nadie, con poder para hacerlo, ha tenido excesivo interés en esclarecerlas. Solo algunos grupos de la oposición han predicado en el desierto sin conseguir torcer la voluntad, ni de las instancias gubernamentales, facultadas para abordar una investigación seria sobre el asunto, ni de los 'aparatos del Sistema', esos poderes en la sombra "que siempre están ahí" y que a veces dan la sensación de mandar más que el propio poder político, democráticamente elegido por los ciudadanos.

Una derivada interesante de todo este embrollo, que más parece estar siendo aprovechado por algunos para distraer la atención del público, es el conocido deterioro de las relaciones entre el actual Rey, Felipe VI, y su padre. Desde algunos medios se han filtrado unas presuntas presiones -que yo creo que no son tales- del gobierno hacia la Casa Real para que don Juan Carlos no pudiera pernoctar en el Palacio de la Zarzuela. Esto habría motivado una irritación entre el padre y el hijo que habría sido el motivo de que el ansiado y mediático encuentro entre ambos no haya sido agendado hasta casi cuatro días después. Todo digno de una opereta, no de un país serio como España.

Daño a la estabilidad política, social e institucional

Si quienes se dan tantos golpes de pecho, diciendo ser más patriotas que ninguno y abogando por la imposibilidad -tan real como poco democrática- de criticar o denunciar presuntos comportamientos irregulares en quien ha ostentado la máxima representación del Estado, se ocuparan de no derramar más gasolina sobre este incendio, la estabilidad política e institucional de este país saldría muy beneficiada. Con ello conseguirían no alimentar algunas críticas, interesadas claro está, de partidos como ERC. Por ejemplo, las de uno de sus más distinguidos representantes, Pere Aragonés. El president de la Generalitat ha subrayado que esta visita y todo el ruido generado en torno a ella no es algo propio de una democracia como la nuestra. Lamentablemente, no le falta cierta razón.

Contribuye a aderezar la imagen de país algo populachero, la 'Juancarlosmanía' que se ha desatado en una parte de la opinión pública, reflejada en los miles de vecinos de Sanxenxo que llevan días aclamando al rey emérito en sus apariciones públicas. Le jalean al grito de "¡Viva el Rey!" y consiguen generar así otra imagen nada deseable y en la que seguro que no han pensado los más fieles defensores de la figura del anterior monarca, que son los mismos que se autoproclaman más patriotas que nadie: ¿interesa a la Institución y a España generar una falsa apariencia de que hay dos reyes y no uno? Piénsenlo.

Nadie duda que el rey Emérito puede hacer con su vida lo que le apetezca y viajar a España todas las veces que quiera, pero sería deseable evitar lo que ha pasado estos días. Creo que no le viene nada bien al rey Felipe VI. Por otro lado, a mí personalmente las regatas del emérito me importan muy poco, lo único de este viaje realmente relevante es la reunión del lunes entre el Rey y su padre. Sería más que deseable que aclararan de forma inmediata como será en el futuro sus relaciones y como se llevará la comunicación del emérito cara a no seguir perjudicando la jefatura del estado.

Ser y parecer: esa es y ha sido siempre la cuestión

Nada tengo que decir acerca de que el ciudadano Juan Carlos de Borbón no tenga causas judiciales pendientes, aunque no esté demás recordar que en unos casos es por prescripción de los presuntos delitos y en otros porque los hechos en tela de juicio se produjeron cuando era jefe del Estado y estaba, por tanto, sometido a inviolabilidad. Este argumento, tan repetido por muchos en los últimos días es tan obvio, que no merece la pena incidir más en él. Pero recuérdese que no solo son relevantes las presuntas responsabilidades judiciales, sino las políticas e institucionales. Y que los representantes del Estado, empezando por quien fuera durante cuatro décadas el primero de todos los españoles, deben estar obligados, al igual que la mujer del César, no solo a ser intachables sino a parecerlo.

Buscar hacer balances entre bueno y malo es absurdo. El emérito dejará un legado puzle: compuesto por buenos, malos momentos y demasiadas irregularidades.

Como si en España no existieran problemas de otra naturaleza, y desde luego más sangrantes y urgentes, asisto atónito al espectáculo orquestado por unos y otros con motivo del regreso a España, siquiera por unos días, del ciudadano Juan Carlos de Borbón, exjefe del Estado entre 1975 y 2014 y residente en Abu Dabi desde agosto de 2020.

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