Don Juan Carlos, rey de ranchera, con dinero y sin dinero, pasó por la Zarzuela después de alardear de mariachis, de bigotes y redaños. Es como un rey con dos pistolas, y eso a uno le parece que tiene un público muy reducido y ya moribundo, como el público del rodeo, de las galleras o de la tuna. El rey cascabelero, con cojera de ir detrás de las enfermeras y de los orfebres, vuelve a su palacio que ya no es su palacio y a su monarquía que ya no es su monarquía, no se da cuenta de que todo eso, su trono y su tronío, es algo que se quedó en otro siglo, como el sillón de Emmanuelle o el pendiente de Lola Flores. En el palacio de la Zarzuela, que parece una casa de Cuéntame con familia de Cuéntame, me imagino la comida y las conversaciones tensas y enroscadas en los candelabros, con los relojes sonando a galgo en la lejanía y la sopa de aire de la monarquía, sopa simbólica, servida heráldicamente. Y que, después, Felipe VI le quita a su padre, con tranquila autoridad, las dos pistolas de vaquero, como a un nieto de La gran familia.
Don Juan Carlos, rey de trona y de palanquín, aún tiene carcajada de Rey Sol, carcajada de rey que se ríe en el teatro porque puede, porque es el único que puede en realidad. “¿Explicaciones de qué? Jajaja”, le contestó el emérito a una periodista por la ventanilla del coche, y la risa, mientras se alejaba, quedaba confundida con un galope de caballos derrapando, como si se marchara en carroza, riendo y enjoyonado, el cardenal Richelieu. Ya digo que todo esto tiene su público, un público reducido y moribundo, como los folletines de capa y espada, pero que seguramente no será suficiente, de aquí a poco tiempo, para mantener una monarquía que se asocia a gente limpiándose los dedos del festín de capones en su peluca, o en tu peluca. Si se quiere conservar la monarquía, los reyes no se pueden reír como Jabba el Hutt, y quizá eso mismo se lo ha dicho el rey Felipe, ya padre de su padre, como les ocurre a los hijos, y rey de su rey, mientras lo miraba por encima de la cuchara brillantísima y desnuda como por encima de una espada samurái.
Don Juan Carlos, rey surfista o chiringuitero, rey con flor de lis como una as de casino, ya se ve que no ha venido a pedir perdón, sino a pasar la mano por la crin de España como la de una yeguada. Eso no tiene nada que ver con la jefatura del Estado, que ya digo que Juan Carlos I la dejó por ahí, en la memoria y en las cajoneras de otro siglo, como el vestido de Massiel o una moneda de cinco duros. Este periódico titulaba que El Gobierno ya ataca directamente al emérito por no haber dado explicaciones ni disculpas, pero uno cree que su hijo, que es un rey con sopa de mesa camilla y no un rey de vellocino de oro, no le habrá dicho, tras esa cuchara con filo, nada muy diferente a lo que ha manifestado la portavoz del Gobierno, que tiene su interés político pero no dice ninguna mentira ni ninguna tontería. Otra cosa son Garzón, los indepes y los demás republicanos fetichistas, que sólo quieren quitar a un rey de adorno para poner a un mesías todopoderoso, ya ven.
Hay que separar al rey con dos pistolas, al rey mariachi, al rey fernandoestesero, del rey constitucional que ya se ha dado cuenta de que tiene que ser no sólo constitucional sino honrado
A don Juan Carlos, rey binguero de un bingo de lingotes, yo creo que hay que atacarlo mucho, hay que meterse mucho con él, o no va a haber manera de separarlo de su hijo, que está ahí tomando sopa a ritmo de reloj de columna o de campana de entierro y presidiendo ballets, todo por intentar que quede alguien para explicar los rudimentos de la democracia, siquiera en Nochebuena, para que se nos quede como el anuncio de las muñecas de Famosa. Hay que separar al rey con dos pistolas, al rey mariachi, al rey fernandoestesero, del rey constitucional que ya se ha dado cuenta de que tiene que ser no sólo constitucional sino honrado (que no es lo mismo que virtuoso o ejemplar, conceptos sin sentido democrático). No separarlos es lo que hacen los republicanos folclóricos, que enseguida meten la corrupción como la hemofilia o los pasteles de María Antonieta como excusa histórica. Quiero decir que los que unen la defensa del emérito a la defensa de Felipe VI y de nuestra monarquía constitucional hacen más o menos lo mismo que quienes unen el ataque al emérito al ataque a Felipe VI y a nuestra monarquía constitucional.
A don Juan Carlos, rey más de Benidorm que de Abu Dabi y más de Cuenca que de Versalles, hay que atacarlo mucho y atacarlo bien, o no va a quedar nada que defender en la monarquía. Sacar la Santa Transición, que en España es como sacar el Quijote, no basta, no sirve, como no sirve el 23-F, que la gente confunde con el entierro de Manolete o algo así. Sí, yo creo que nadie va a entender dentro de poco que un señor se impusiera a los militares de patria sagrada invocando también una autoridad sagrada (está claro que no les impresionaba la autoridad constitucional). Algo que se entiende mejor, por ejemplo, es que ahora hay un rey que es como una simple cajita de música de la Constitución y otro que aún quiere seguir coleccionando cofres de oro, cazando venados o potras y riéndose de la plebeyez con dentadura de madera.
A don Juan Carlos, rey de caballerizas y miriñaques, hay que atacarlo o se nos va a poner cara de duro antiguo en la democracia. Atacar al emérito no es “desprestigiar la jefatura del Estado”, que ha dicho Feijóo con pinta de chambelán, sino salvarla. Salvarla no de la república como forma de gobierno, algo muy respetable, sino de estos republicanos de guillotina y vudú que no saben qué es la república porque no saben qué es la democracia. Eso sí, aún queda la paradoja del rey bueno: ser rey honrado o macarra no debería ser una decisión personal del propio rey, como tomar sopa o pechuga, y por eso debería eliminarse la inviolabilidad del jefe del Estado. Pero, hasta entonces, atacar al emérito, o al que venga con dos pistolas o el guitarrón de sus huevos, le parece a uno una obligación pedagógica, como quitarle el tirachinas a un niño caprichoso y destrozón. Algo así me parece que estaría pensando Felipe VI tras su cuchara de sopa, fina y fatal como un florete.
Don Juan Carlos, rey de ranchera, con dinero y sin dinero, pasó por la Zarzuela después de alardear de mariachis, de bigotes y redaños. Es como un rey con dos pistolas, y eso a uno le parece que tiene un público muy reducido y ya moribundo, como el público del rodeo, de las galleras o de la tuna. El rey cascabelero, con cojera de ir detrás de las enfermeras y de los orfebres, vuelve a su palacio que ya no es su palacio y a su monarquía que ya no es su monarquía, no se da cuenta de que todo eso, su trono y su tronío, es algo que se quedó en otro siglo, como el sillón de Emmanuelle o el pendiente de Lola Flores. En el palacio de la Zarzuela, que parece una casa de Cuéntame con familia de Cuéntame, me imagino la comida y las conversaciones tensas y enroscadas en los candelabros, con los relojes sonando a galgo en la lejanía y la sopa de aire de la monarquía, sopa simbólica, servida heráldicamente. Y que, después, Felipe VI le quita a su padre, con tranquila autoridad, las dos pistolas de vaquero, como a un nieto de La gran familia.
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