Las víctimas de Irene Montero se cuentan por centenares desde que ocupó por una curiosa carambola sentimental el Ministerio de Igualdad. Su última víctima se llama Rafael Marcos, padre de un niño que ahora tiene 15 años y fue secuestrado y adoctrinado por su madre María Sevilla, condenada a dos años y cuatro meses de cárcel por su secuestro e indultada por el Gobierno gracias a Montero. A pesar de la condena firme y del indulto posterior, la ministra no solo la calificó de madre ejemplar, de “madre protectora” sino que acusó de nuevo al padre de maltratador. Los voceros del Gobierno, periodistas que alguna vez trabajaron para el PSOE y ahora coloca el partido en tertulias estratégicas, siguieron su estela y se lanzaron acusaciones gravísimas hacia Rafael calificándole como “pederasta, abusador sexual de su hijo y maltratador”.
Ocurrió en varias cadenas generalistas como TVE, que jamás llamó a Rafael para entrevistarle acerca del indulto, ni para contrastar la información. Ahora este padre que nunca tuvo ninguna sentencia condenatoria, tiene que defenderse a través de un crowdfunding porque una ministra del gobierno antepone su idolología a la acción de la Justicia. Ya lo hizo en el mediático caso de Rocío Carrasco, apareciendo en un programa de televisión investigado por los Tribunales como “Sálvame” para acusar de malos tratos a su ex marido, sin sentencia condenatoria ninguna. Veinte asociaciones la han denunciado por ello.
Antes de ser ministra, Irene Montero ya señaló a la propietaria de una vivienda que simplemente quería subir el alquiler a su inquilino después de doce años, y lo hizo dando su nombre y apellidos para que fuese linchada en internet.
Irene Montero es posiblemente la ministra más sectaria del Gobierno, incapaz de mostrar solidaridad con una joven violada en Reus por ser simpatizante de Vox o de poner un tweet en apoyo a las dos hermanas de origen pakistaní asesinadas en su país, aunque con pasaporte español, por no herir susceptibilidades étnicas. Señala a sus objetivos sin dudarlo un minuto y ficha a los suyos cuando resultan involucrados en alguna investigación, como si eso fuese un aval en sus currículums, lo hizo con Isa Serra, Sánchez Mato o Celia Mayer.
Pero no todo es lo que parece, el círculo fiel a Irene Montero cada vez es más débil, sus aliados se limitan a Ione Belarra y Lilith Verstrynge. Ya casi ni se habla con Yolanda Díaz, la heredera señalada por el Dios caído Pablo Iglesias y que les ha salido con identidad propia. La incoherencia entre lo que hace y lo que dice le pasa factura, no solo vivir en el chalet de Galapagar, sino usar a cargos del partido como niñeras, a sus escoltas como chóferes para su madre, ocupar un despacho del Ministerio como sala de juegos para sus hijos a costa de todos, o pagar 100.000 euros de alquiler al mes para instalar el Instituto de la Mujer en un palacete. En dos años y cuatro meses Irene Montero ha multiplicado un 9.000 por cien su patrimonio personal sin que se justifique solo por una herencia recibida, y ha pasado de tener poco más de 6.000 euros en cuenta a más de 630.000. No dan explicaciones públicas de ello porque la transparencia la piden para los demás pero no la practican en su partido.
Y aunque las agresiones sexuales hayan aumentado un 35% a pesar de sus políticas feministas, Sánchez le regala un aumento de presupuesto en su ministerio hasta llegar a los 525 millones al año, para seguir regando decenas de asociaciones y centros que la sostienen en el poder, mientras que una mujer maltratada no alcanzará más de 400 euros al mes de ayuda para sobrevivir sin su maltratador.
En un tweet reciente Montero gritaba “No olvidar quiénes somos, de dónde venimos, con quiénes caminamos, por qué estamos aquí. ¡Seguimos luchando juntas!” sin percatarse que esa Irene ya no existe. La que fue hija de Clemente, un empleado de mudanzas y Adoración, una educadora, la que se afilió a las juventudes Comunistas con 15 años, se ha convertido en la peor casta a la que combatía y lo que es peor, aplasta con sus decisiones la dignidad de gente humilde que hoy son sus víctimas. Esta Irene no la reconoce ni su padre.
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