A Yolanda Díaz le gritan presidenta por los mítines, se lo gritan unos republicanos que parecen monárquicos de ella, esa corte rendida, como un misterio cristiano, que se va formando alrededor de los pretendientes autoproclamados. La verdad es que a Díaz aún no la ha votado nadie para nada aparte de para llevar la bandera comunista de su pueblo o su provincia como el que lleva una lanza en el teatro. Díaz fue ungida por el papa emérito de Podemos, el ahora periodista o quizá sólo DJ Pablo Iglesias, que quería el mismo partido con mejor cara pero le salió una cara sin partido. La gente ha ido aceptando y valorando la presencia dulce y cantarina de Yolanda, como una monja de musical o de yemas, o como una auténtica princesa del pueblo, que hasta podría dar nombre a un pan o a una receta, como las reinas Fabiola y Margarita. Ya tiene nombre de princesa o de pastel, o sea ese nombre sin apellido, y ya tiene poderío sin partido, así que se entiende el mosqueo en Podemos, que con ella se enfrenta como a esa monarquía que se ha metido en los fogones del pueblo.
Yolanda Díaz, princesa de pan candeal y ala de mariposa, se supone que está en Andalucía haciendo campaña por ese conglomerado de izquierdas confuso y cascabelero con nombre de coro rociero, pero a los suyos lo que les sale es llamarla presidenta. Es normal, porque la izquierda “verdadera” no está ahora para plantearse una consejería de Medio Ambiente en la Junta de Andalucía, sino que está luchando por su supervivencia. Me refiero a una supervivencia más allá de asumirse esa minoría histórica, orgullosa y melenuda, como los heavies, condenada a la melancolía del zurcido de camisetas y de las guitarras con nido dentro, que es donde vuelve a estar Unidas Podemos. Entrar en el Gobierno, tener unos ministerios propagandísticos, decorativos o folclóricos, tampoco es ya un sueño ni un objetivo, que según Pablo Iglesias eso no sirve para nada, que no hay poder ahí y es más útil irse a hacer de Fernandisco de la ultraizquierda. No, el sueño es que la izquierda extremista, minoritaria y ropavejera se pueda vestir de mayoría, cosa casi tan extraña como que una comunista se vista de princesa. Por eso Yolanda Díaz es lo único que les queda.
A Yolanda Díaz la llamaban presidenta, con la campaña andaluza convertida en una especie de fondo de tablao, con su gitanería de forja, como cuando ella se vino a la feria de Sevilla a distinguirse de las mozas aceituneras como si fuera una guiri de Ramón J. Sender (La tesis de Nancy). La verdad es que Díaz nunca hizo campaña más que de sí misma, prescindiendo aristocráticamente de partidos y hasta de ideologías, sustituidos por la confianza sobrenatural en su oreja prodigiosa de explorador indio, que sabe escuchar al pueblo así como al galope. Es curioso porque toda esta gente de la democracia pura, directa y sin tamizar al final acaba confiada a un líder carismático y heroico, que no necesita partido ni casi necesita voto. Es lo que busca la izquierda ahora, otro líder carismático que pueda llegar donde nunca llegaron las izquierdas desde la Segunda República, ni con el marxismo-leninismo ortodoxo ni con el eurocomunismo ni con el posmarxismo populista de Podemos. Ahora, sería este comunismo cuqui mezclado con maternalismo de infanta, o sea lo de Yolanda.
A algunos les suena a sueño y a mí me suena como si llamaran presidente a Joaquín, que mejor que el fracaso de todos siempre será el ridículo de unos cuantos
Yolanda estaba tan presidencial por Córdoba o por Málaga que hasta sacó a Franco, como si ya se viera donde Sánchez. Pedir el voto por “los represaliados del franquismo” yo no sé si es de saber escuchar a la gente o sólo de escucharse las propias tripas, como la izquierda y la derecha inmemoriales, pero ya ahí ve uno esa vocación inequívocamente presidencial que se nota en el monumentalismo del discurso. Mientras el pueblo termina de decirle lo que siente y quiere, o ella lo adivina como una zahorí de ruló, o ella implanta en el pueblo sus propios deseos y zozobras, aún puede manejar ese discurso de piedra, ese discurso de mortero de la izquierda de mortero, que siempre funciona, como una rumbita. La verdad es que todo ese proceso de escucha se podría hacer encargando encuestas o mirando qué vota la gente, sin ir más lejos en estas elecciones andaluzas. Pero Yolanda Díaz no pretende saber qué quiere la gente, sino que pretenderá convencernos de que la gente quiere lo mismo que quiere ella.
Yolanda, princesa del pueblo que inspira a los pasteleros y a los modistos, está como de gira por su futura Commonwealth de reinos y tribus. Hay una tristeza podemita en estas elecciones andaluzas, una tristeza como colillera que viene de saber que necesitan a Díaz pero que Díaz no los necesita a ellos. Es más, ahora Podemos le estorba, es como una casa embrujada, llena de mal fario, ululante de aparecidos y crujiente de muertos como de insectos. Los que quieren seguir en la política, no de pinchadiscos, se pasan a Yolanda. Prefieren una princesa del pueblo, a la que dedican flores y hornadas, antes que fantasmas de osario.
Yolanda es aclamada presidenta, salvadora, madre o princesa ni más ni menos que por los que la necesitan presidenta, salvadora, madre o princesa. Pero la izquierda es lo que es, y si ahora tiene princesas antes tuvo popes, ese Pablo Iglesias que ahora, en su silla de fraile, parece el Inocencio X de Francis Bacon. Quiero decir que todo promete acabar en lo mismo, el ciclo histórico de la izquierda adventista: euforia, fracaso, melancolía, cambio de cara y vuelta a empezar. Yolanda Díaz no hacía campaña por el gazpacho andaluz de las izquierdas, sino por el suyo propio, por eso la llamaban presidenta. A algunos les suena a sueño y a mí me suena como si llamaran presidente a Joaquín, que mejor que el fracaso de todos siempre será el ridículo de unos cuantos.
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