Joe Biden, emperador del mundo, llegó a Madrid como un jubilado de crucero. Hasta mandó por delante a su mujer, a comprar alpargatas de esparto, gafas de carey o repelente de mosquitos. El emperador del mundo es un hombre frágil que tienen que bajar del cielo como un viejo piano, con una gran polea, y que parece moverse en un pulmón artificial, el coche blindado que llaman “la bestia”, que uno imagina con la respiración de Darth Vader. Biden es débil y tiene pinta de venir a la cumbre de la OTAN como podría venir al casino de Torrelodones. Biden está cascado y viejo, se cae de las bicicletas como de la mecedora, y sin embargo da igual. Su poder viene del país que tiene detrás, no de su porte, ni de sus morritos, ni siquiera de alardes peliculeros como el Air Force One, que en su caso sólo parece una gran cama articulada desplegándose. Biden es lo contrario de Sánchez, que es todo tipito y postureo y nada en el mundo. Sánchez es, ahora, como el botones cargado de sombrereras de la OTAN.

La cumbre de la OTAN ha vaciado Madrid como si vaciaran la fuente de la Cibeles (queda un Madrid sólo de grifos, cañerías y pilas bautismales), ha volteado las alcantarillas y ha blindado los hoteles como si los blindaran de mendigos. El futuro del nuevo mundo y el diseño de la Segunda Guerra Fría se discutirán como en un agosto en junio, en un Madrid dispuesto y perimetrado como para una vuelta ciclista de tanques. Sánchez, el anti Biden con su marina sólo de trajes azules y su avión de picadero, no pinta mucho en la OTAN, como en ningún sitio. Pero ya que no puede ofrecer grandes ejércitos, ni siquiera confianza en su Gobierno de antisistemas y sediciosos, ofrece nuestros palacios, nuestros museos, nuestros cocineros con comida cubista y cubiertos de Alfonso XII igual que ballestas. Hasta la reina Letizia hace de cicerone para la primera dama estadounidense, o de monitora de campamento para sus nietas en chándal, muy preparadas para esa calle Serrano que la verdad es que parece hecha para tenistas.

Joe Biden, emperador del mundo, llegó a Madrid como a Benidorm, pero el poder no tiene que ver con el tipito, ni con el cortejo, sino con lo que hay detrás

Sánchez, el anti Biden con maletín nuclear de colonias, el anti Biden que pasea por fuera de la limusina o lleva la limusina por fuera, como hizo una vez por Times Square para lucirse; Sánchez, decía, hace un poco como todos los españoles con los extranjeros, de camarero y de cochero de coche de caballos. A cambio, Biden posa con él en fotos que parecen de taberna, como un camarero con Sergio Ramos, inmortalizado entre camisetas de Manolo el del bombo y carne de orza. Por fin ha podido Sánchez hablar con Biden, aparecer junto a Biden sin esa premura urinaria, sin esa amenaza de gorilas con pinganillo a punto de placar a nuestro presidente. Poco ha cambiado nuestro poderío militar ni nuestra situación en el mapa desde aquella vez que Sánchez lo persiguió en Bruselas como un supuesto hijo del Cordobés, pero nuestro presidente hace pasar la cortesía por geopolítica, que seguramente no puede hacer más que eso.

Joe Biden, emperador del mundo, ha llegado a la Moncloa y Sánchez le ha lanzado un saludo desde las escaleras al coche, como una novia en el portal. A mí eso me parece una geopolítica mucho más sincera y entendible que todo lo que ha hecho con Marruecos, que con Mohamed VI no sabemos dónde vamos a llegar pero con Biden lo mismo llegamos a sugar daddy. La geopolítica de Sánchez es de diván, es la geopolítica del donjuán, que disfruta de la mera rendición a sus encantos en sofás enlechados de claros de luna. O sea, que lo que hablaron o acordaron tampoco resulta importante, no al menos tan importante como el hecho heroico y lascivo de haber conseguido o rendido a Biden, como si le hubiera visto su teta de monja.

Sánchez y Biden han acordado, por ejemplo, que haya más destructores en Rota (se pierde todo el romanticismo al pensar que es como si Biden hubiera venido sólo a dejar su moto de agua en nuestro garaje), o declaraciones de amistad y cooperación eternas, más alguna nebulosa promesa de colaborar en la inmigración bien regulada (o “bien resuelta”). Lo último sí me parece innecesario, igual que esa insistencia en que Ceuta y Melilla queden explícitamente bajo la protección de la OTAN. Evidentemente, todo esto resulta superfluo después del pacto con el amigo marroquí, más viendo lo muy en serio que aplican sus compromisos tanto Marruecos como Sánchez. Pero supongo que, si no, la reunión hubiera quedado apenas en esa estampa de Biden en el sofá de doña Inés de Sánchez.

Joe Biden, emperador del mundo, llegó a Madrid como a Benidorm, pero ya digo que el poder no tiene que ver con el tipito, ni con el cortejo, sino con lo que hay detrás, con lo que sostiene todo eso. Sánchez no tiene nada detrás de la percha y puede que pronto, si sigue así, no haya ni siquiera un país, este país sufrido, medianero y animoso que es España. Joe Biden llegaba a ese Madrid que huele a mesa puesta igual para reyes, para dioses y para pillos, y, al otro lado del poder, de la relevancia, de la política, del mundo, del cristal, le saludaba Sánchez, anti Biden con bandera de edredón de su colchón.

Joe Biden, emperador del mundo, llegó a Madrid como un jubilado de crucero. Hasta mandó por delante a su mujer, a comprar alpargatas de esparto, gafas de carey o repelente de mosquitos. El emperador del mundo es un hombre frágil que tienen que bajar del cielo como un viejo piano, con una gran polea, y que parece moverse en un pulmón artificial, el coche blindado que llaman “la bestia”, que uno imagina con la respiración de Darth Vader. Biden es débil y tiene pinta de venir a la cumbre de la OTAN como podría venir al casino de Torrelodones. Biden está cascado y viejo, se cae de las bicicletas como de la mecedora, y sin embargo da igual. Su poder viene del país que tiene detrás, no de su porte, ni de sus morritos, ni siquiera de alardes peliculeros como el Air Force One, que en su caso sólo parece una gran cama articulada desplegándose. Biden es lo contrario de Sánchez, que es todo tipito y postureo y nada en el mundo. Sánchez es, ahora, como el botones cargado de sombrereras de la OTAN.

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