El Matadero de Madrid parece las ruinas mismas de la revolución fabril, un túmulo de ladrillo rojo donde el antiguo obrero ha sido expulsado por colmenas, acuarelistas y paseantes. Yolanda ha buscado la catedral, ese Matadero que parece Manchester en una fiambrera, antes que buscar las ideas, y también ha buscado las pegatinas antes que el programa, esas palabras bonitas que ella unía como si fueran imanes de nevera: unión e ilusión, solidaridad y derechos, y así. Sumar va a ser, me parece, básicamente unir palabras bonitas con lacitos y echarlas a volar soplando. O unir gente también así, con lacito de abracito. “Un día de alegría, un día de fiesta”, había anunciado Yolanda, un poco entre Leticia Sabater y Miliki. Esa debe de ser la diferencia, ir con alegría, con mojasellos de besos y con un peto de guardería, porque lo demás que escuchamos, los estribillos, las quejas, las soluciones confundidas con objetivos o con sueños, son los que hemos escuchado toda la vida, igual en las fiestas del PCE con modorra de cantautores, en las plazas del 15-M con sentadas indias o en la revolucioncita de carpetilla de Pablo Iglesias. Yolanda lo único que parece que le ha añadido a la izquierda de siempre es unas tremendas ganas de poliamor.
En la Plaza del Matadero, la gente esperaba a Yolanda bajo un sol menestral, un sol de peonada, 35º para que el obrero sudara su condición o la izquierda sudara su compromiso. No parece muy buen augurio esto de que los que van a reorganizar la izquierda y el país no hayan sido capaces de prever ese solazo a la hora del solazo. Pero la gente, con conciencia de clase, iba buscando la sombra por las esquinas y dejando estampas como de tapia mexicana. Señores de coletas canas, como magos grises, profesorado comprometido, grunge sobrevivido, rasputines y jubilados, funcionariado muy cafetero, jóvenes de todas las identidades identitarias, cada una como de una tribu espacial, uno que provocaba con una camiseta quinqui de Perros callejeros y otro que llevaba en la suya una ecuación que iba como desintegrándose en ceniza o calderilla (a lo mejor era la fórmula mágica de la izquierda). Todos allí, abanicándose unas canillas finísimas, los tatuajes negros y los moños de varias clases y nudos, y mirando aquel escenario un poco escolar, lleno de sol como una sábana al aire.
Aun sin partidos y sin líderes, que es lo que quiere Yolanda, hablar ella sola con la gente por la celosía de su confesionario, como una regenta inversa; aún así, decía, aquello se iba llenando. Una chica me dijo que se había escapado de la asamblea de Más Madrid de La Latina que había a la misma hora, y yo pensé que esta izquierda que quiere tanta suma ya se estaba contraprogramando mucho antes de que vuelen los cuchillos. Mientras la sociedad civil más bien se derretía, veíamos por allí a Juan Carlos Monedero, vestido como de rociero sin carreta, sin duda buscando sombra, toldo, cobijo en esta nueva esperanza de la izquierda. Y a James Rhodes, ese pianista inglés despistado que aún confunde la política con el tocino de cielo, que a lo mejor tampoco es tan diferente a lo que piensa Yolanda. “Vamos a morir aquí”, decía alguien, exagerando sin duda el sacrificio que le pide Yolanda a la sociedad para que le diga cosas, la ilumine y la lance. Lo que pasa es que, luego, resulta que la sociedad civil eran cinco o seis que venían con ella.
Con el sol más aplacado y Yolanda como una sirena que viraba un poco, según la luz, en arenque, el acto empezó por fin. La sociedad civil ya digo que eran unos cuantos que venían con ella, como damas de honor o como la banda de música de una Virgen sevillana. La sociedad civil, ya ven, resulta que está perfectamente clasificada y numerada, como en los palcos de ópera. Venía cada uno de un ramo o de un gremio, todos activistas, todos izquierdistas (la sociedad civil de derechas es un oxímoron) y todos absolutamente previsibles. El que venía de la enseñanza pedía enseñanza pública de calidad, el que venía de la sanidad pedía sanidad pública de calidad, la que venía del activismo climático pedía salvar el planeta, el que venía del emprendimiento pedía pasta, y la que venía del feminismo optó por un modo telepredicador que juntó la racialidad con la justicia social y unos como aleluyas que daban ganas de comprarle un rosario milagroso. O sea, que esta sociedad civil ya me parece a mí bastante escuchada, bastante repetida y bastante evidente, sobre todo en eso de confundir los objetivos con las soluciones. Los salarios dignos, la justicia social, la educación de calidad y todo eso, son objetivos. Las soluciones serán las que nos permitan conseguirlos sin renunciar a otros objetivos, o equilibrando otros objetivos. Pero esta izquierda los nombra y ya las da por hechas, que ya se conseguirá del dinero de los ricos. Todo es cuestión de voluntad política, no de gestión de recursos. Es, ya digo, la misma izquierda de siempre. Si no fuera por el poliamor de Yolanda.
Cuando Yolanda, que estaba allí como en su trono frutal como una reina de la vendimia, tomó el micrófono se saltaron los ojos y los ojales. Necesitamos “querernos”, necesitamos “cariño”, necesitamos “enormes dosis de ternura”, hasta Europa deberá ser “afectiva”. Sumar va, por lo visto, de eso. Yolanda nos manda a todos a querernos, y sí, también a pensar mientras nos queremos. Nosotros vamos a ser los protagonistas, ahí como pulpos del amor, con inteligencia emocional y gustillo retráctil; y nosotros, amándonos y pensándonos, luego le transmitiremos a ella las verdades de la vida, que ella se encargará de materializar. O algo así. En la izquierda no quedaba ya nada por inventar, salvo esta dimensión poliamorosa. La sociedad civil, o esa que trae Yolanda, ya dice lo que ha dicho la izquierda siempre, y lo sabemos porque la escuchamos en el Matadero, hablando tan ordenadamente como niños en catequesis (las preguntas y respuestas eran como del catecismo). La izquierda es la que es, sólo quedaba esto del poliamor y eso de la madre escuchante que ya sabe perfectamente qué va a escuchar.
La nueva revolución, sin partidos, sin líderes, consiste sólo en Yolanda en el confesionario, escuchando a los activistas que, como las beatonas, cuentan lo mismo siempre. Eso, más el amor, la ternura, el quererse con esa intensidad inigualable de después de los porros, sin duda. Y no hay más. Es la izquierda de siempre, más pegajosa que nunca, sin una idea nueva, y aún más vaga, porque ahora el líder no tiene ni que pensar, ya pensará por ella la mente colmena, que se le aparecerá convenientemente en forma de sindicalista invitado o activista agendada. La izquierda había intentado las armas, los pucherazos y los mesías zumbones, pero quedaba intentar lo del poliamor. Lo mismo de siempre, pero con poliamor. Claro que la gente aplaudía mucho, cómo no. Se ilusionaban, les palpitaban los tatuajes y cimbreaban los largos pendientes de la rebeldía o de la seducción, sabiendo que allí volvía a estar, donde estuvo siempre, la salvación del mundo, pero además con ese amor silvano, pagano y vivificador. “Muy bonito todo”, resumía una chica mientras la gente salía del Matadero, no sé si a asaltar otra vez los cielos o a casarse todos con todos después de chupar setas.
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