Se han cumplido 25 años de “un día normal” en el que Otegi estaba “tomando el sol” en Zarautz. Así lo recordaba el mismo Otegi, en lo que supongo será desde ahora un ejercicio de canónica memoria democrática. La memoria es selectiva, y uno puede elegir recordar su particular día de playa con los pies metidos en gazpacho y no el asesinato de Miguel Ángel Blanco que parecía que ocurría en todas las casas de España, que en cada una les habían matado a un hijo en la siesta o en la acequia. Pero no son dos puntos de vista equivalentes. Recordar el asesinato y a los asesinos crispa y usa la muerte políticamente. El día de playa, sin embargo, tiene la ventaja de que no divide, que diría Isabel Rodríguez, cada vez más siniestra en sus comparecencias, con su sonrisa de haber estado despellejando dálmatas o huérfanos. El día de playa también permite felicitarse de que “España y Euskadi son ahora países libres”, que dijo Sánchez como podía haberlo dicho Otegi con un pinchito. También permite seguir en la Moncloa. Por supuesto que Sánchez ha elegido la memoria del día de playa.

En Ermua, ante un panel ceniciento, doloroso y hasta ingenuo, como un Guernica de manos de niños, se reunieron las memorias y los olvidos, que con las palabras adecuadas casi no se distinguen. El Rey recordó con ternura y gratitud a Miguel Ángel Blanco, como a un compañero de colegio o a un hermano perdidos (de Miguel Ángel Blanco nos han quedado las pocas fotos y fotogramas de un niño pálido, breve y sorprendido ante la muerte como ante la primera comunión). Sánchez, por su parte, entre la retórica común de mausoleo, más bien recordaba a Miguel Ángel Blanco como un muerto en su hoyo frente al vivo con bollo (el vivo con bollo es Sánchez). Miguel Ángel Blanco parecía en sus palabras como una tumba de otra era, como una cista de la Edad de Bronce que ilustra cuán diferentes son estos tiempos en los que España y Euskadi son dos países libres y en paz y la memoria de la democracia se pacta con Bildu, los simpáticos e inofensivos playeros.

“Que lo vivido no caiga en el olvido”, dijo el Rey o dijo su negro, pero esta memoria reglamentada y reglamentista de Sánchez consiste precisamente en elegir qué parte del pasado vivido cae en el olvido para que sea posible el presente del vividor. A Miguel Ángel Blanco se le puede recordar en su tumba lejana y gótica, como una tumba de Poe (su tumba es verdaderamente lejana y gótica y sigue borrascosa y solitaria en Galicia, donde tuvieron que llevársela para que los playeros no la profanaran más). O sea, se le puede recordar como un muerto pecio, un muerto monumental, un muerto totalmente enterrado en el pasado, o sea como memoria muerta, que es lo que hacía Sánchez en su discurso. Lo que no admite el sanchismo es que se le recuerde como un muerto vigente, al menos tan vigente como los muertos de Franco o de Millán-Astray, que siguen ahí arañando la arena lorquianamente con sus dedos de cal y sus calaveras de yunque (resulta que ETA ya no existe, pero el franquismo aún está ahí, es eterno como un guardia civil de tráfico).

ETA ya no existe, entre otras cosas porque no le hace falta, o se ha convertido sólo y justo en lo que le hace falta ahora

Miguel Ángel Blanco está enterrado en el olvido, que no es otra cosa que todo el mármol de la memoria, precisamente para que no se le pueda sacar de ahí, que entonces parecería vivo. Parecería vivo porque ahí siguen los de su asesinato, los que lo justificaron, los que lo entendieron, los que se fueron a la playa y los que le pateaban la tumba como un castillo de arena, cosa de chiquillos. Parecería vivo porque siguen ahí la patria putrefacta, la tribu caníbal, la ideología de plomo y el folclore de sangre que lo asesinaron. Es cierto que ya no matan, pero es un poco porque ya no sabían cómo hacerlo sin que los trincaran, y otro poco porque vieron que quizá no hacía falta, que bien podían conseguir su patria putrefacta a través de violencia no mortal, o sea un dominio totalitario de facto, facilitado por un Estado desertado (si es posible en Cataluña, ¿por qué no en Euskadi?). Fíjense que hasta consiguen que un presidente del Gobierno hable por fin de una Euskadi libre, que es lo que significaba ETA, “Euskadi y libertad”, mientras allí se sigue trabajando en la silenciosa limpieza étnica y los ongi etorri, con multa o no, son tan populares como verbenas de San Juan.

De todo el discurso de Sánchez, lo más medido, sincero y emotivo fue esa referencia a la libertad y la paz de España y Euskadi, que no es sino su paz particular, a costa no ya de la memoria sino de la vergüenza. A Sánchez, de luto prestado, como se presta una liga a una novia, le sirve un Miguel Ángel Blanco con flores y enredaderas en la tumba o en las estampas, pero no un Miguel Ángel Blanco que aún nos recuerda que los porqués de su asesinato no han sido rendidos, ni repudiados ni desterrados. Y no me refiero al hecho de querer una Euskadi independiente, que es como si quieren una Maragatería independiente. Me refiero a esa ideología o religión violenta y predemocrática que sigue siendo capaz de justificar cualquier atrocidad por el sueño mitológico de la tribu y su pureza.

ETA ya no existe, entre otras cosas seguramente porque no le hace falta, o se ha convertido sólo y justo en lo que le hace falta ahora. El caso es que sus ideas, sus sueños, su mitología, sus tabúes, su inmoralidad y sus delirios ya son Gobierno, ya imponen su relato en las leyes y en la historia, o sea ya imponen el olvido del mal, que es su triunfo. Los jóvenes ya no saben quién es Miguel Ángel Blanco, ni mucho menos por qué su recuerdo y su vigencia no terminan en su muerte de ángel mariposa de dos días. Ahora ya no hay muertos, al menos muertos físicos, pero Sánchez está como en la misma playa de Otegi, perdido el pudor hasta el punto de llamar memoria democrática al hamaquismo de la obscenidad y del olvido.

Se han cumplido 25 años de “un día normal” en el que Otegi estaba “tomando el sol” en Zarautz. Así lo recordaba el mismo Otegi, en lo que supongo será desde ahora un ejercicio de canónica memoria democrática. La memoria es selectiva, y uno puede elegir recordar su particular día de playa con los pies metidos en gazpacho y no el asesinato de Miguel Ángel Blanco que parecía que ocurría en todas las casas de España, que en cada una les habían matado a un hijo en la siesta o en la acequia. Pero no son dos puntos de vista equivalentes. Recordar el asesinato y a los asesinos crispa y usa la muerte políticamente. El día de playa, sin embargo, tiene la ventaja de que no divide, que diría Isabel Rodríguez, cada vez más siniestra en sus comparecencias, con su sonrisa de haber estado despellejando dálmatas o huérfanos. El día de playa también permite felicitarse de que “España y Euskadi son ahora países libres”, que dijo Sánchez como podía haberlo dicho Otegi con un pinchito. También permite seguir en la Moncloa. Por supuesto que Sánchez ha elegido la memoria del día de playa.

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