No, no siempre el verano es feliz. Sé que puede resultar deprimente y triste pensarlo, pero hoy quiero acordarme de quienes este año no tendrán un verano fácil. Es más sencillo ignorarlo, mirar hacia otro lado, pero ahí seguirá. Lo ha estado cada verano. La vida no siempre es soleada. Por más que la corriente imponga la felicidad y el descanso como un binomio inseparable, perfecto, y que se debe exhibir por decreto social en redes, medios y regresos al trabajo.
En miles de hogares esta vez no lo será. En unos el descanso sólo lo verán por televisión, en otros la felicidad se apagó con el adiós a un ser querido que ya no estará en el pueblo o en el viaje familiar de todos los años. Y en no pocos casos este verano estará marcado por la angustia de un próximo adiós que se vislumbra y que podría augurar que los veranos, los de toda la vida, tocarán pronto a su fin. Asumir que éste será el último, que habrá que exprimirlo para no olvidarlo, duele.
Padres, madres, abuelos, hermanos… que ya no están o que se están apagando. Así será este verano para muchos españoles. Espacios vacíos o a punto de estarlo que se harán muy presentes mientras el planeta intenta respirar y vivir tras años de mascarillas y ansiedad.
El último verano siempre da paso al primero. Uno está lleno de miedos y angustias, de temores sabedores de que quizá ya no habrá más. No al menos cómo los de antes. El otro, el primer verano de sombrillas vacías, el que llega después del último, lo hace para alimentarse de recuerdos, de inercias, de fotografías para no olvidar tiempos pasados felices.
A miles de familias les toca estos días experimentar el verano del ocaso o el verano del recuerdo. En algunas la pregunta sobrevuela mientras vecinos y amigos preparan ilusionados maletas, reservas y excursiones, ¿será el último? En otros esa pregunta se la hicieron hace un año. La respuesta fue afirmativa. Sí, fue el último. Fue el que bajó la persiana de los veranos, el que transformó éste en el primero sin él, sin ella.
La pandemia nos ha demostrado que nada es para siempre, tampoco los veranos. Ese virus maldito ha cambiado muchos julios, muchos agostos, ha dejado vacías demasiadas sombrillas. No es bueno quedarse atrapado en el pasado, cierto. Tampoco olvidarlo. Avanzar recordándolo siempre ha dado buen resultado. Estos días los álbumes habrán vuelto a desempolvarse en muchas casas de verano. Es lo que hacen las ausencias. Aquellas fotografías en las que parecía no faltar nadie, en los que la armonía y la seguridad de que todo estaba bien, en su sitio, era sólo fruto de la inocencia infantil o del convencimiento engreído de la juventud.
En realidad, siempre ha habido huecos vacíos en el verano. En los de todos. Es sólo cuestión de tiempo. En esta sociedad de la belleza retocada y la felicidad hueca recordarlo parece estar prohibido. Nada debe empañar la alegría por decreto que se impone en tiempo de vacaciones… Pero ahí está la silla vacía que él ocupaba, la toalla que a ella tanto le gustaba, los olores, las manías, el plato favorito, el tenedor que no podía ver, el vino a la temperatura perfecta… o el paseo en el que sabías que le encontrarías y ahora prefieres evitar. Reencontrarse con sus amigos, cada vez menos, -el tiempo se los llevó antes-, es volver a verlo. Pasar por el restaurante que tanto disfrutaba, también.
Es difícil vivir el verano de la ausencia. Quizá más el del ocaso lento e imparable. Avanza como una vela que se apaga. En muchos casos es una certeza visible que te repite cada día que esta será la última vez de esto o lo otro, que aproveches el tiempo porque quizá el próximo ya no estará. El verano también es momento de exprimir la vida de otro modo, apurando minutos, aflorando palabras enterradas y vaciando el depósito de besos y caricias escatimadas. Aunque ya no sea capaz de entenderlos, de oírlos, de sentirlos. Sin él, sin ella, ya no tendrán sentido.
El tiempo es un reloj que no para ni en julio, ni en agosto… Sí, en verano también hay dolor. En hospitales, en casas, en carreteras, en quirófanos. La esperanza radica en descubrir que tras el adiós el tiempo comienza a revertir la herida. Tras el último verano llegará el primero… y el segundo, y el tercero. Una senda para descubrir que el recuerdo puede llegar a ser casi tan vivo como la presencia. Que la vida está hecha de veranos convertidos en inviernos, de julios sin sol y agostos de silencio. Aprovechemos el verano, incluso el último. Vivir es no dejarse nada por decir, por hacer. Es poder mirar atrás y sonreír por lo disfrutado. Es mirar adelante con la mochila llena y cargarla aún más con los que aún están y con los que llegarán. Y así un verano y otro, los felices y los no tanto, los del jolgorio y los de la ausencia cubierta de recuerdos. Uno tras otro… hasta el último verano.
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