A los Caneiros se va demasiado cargado y se vuelve semi desnudo. Si es la primera vez que vas, pasas unos 30 minutos desubicado sin saber si tienes que salir corriendo o llamar a la policía.
Son una romería que lleva siglos celebrándose en Betanzos donde las familias del pueblo van en barca hasta el Campo de los Caneiros y comen y beben durante todo el día. El problema, o el fiestón, llegó hace unas décadas cuando cientos de peregrinos, andando y con las mochilas llenas de vino, se unieron a los betanceiros y el pueblo comenzó a rasgarse las vestiduras, en el sentido literal.
A la orquesta típica se le subieron un poco los decibelios y pasaron de tocar Rianxeira a combinarlo con rock, tecno y, claramente, reguetón. Dejaron de ir los abuelos y el Campo se llenó de adolescentes, veinteañeros y mucho cuarentón que aprovecha que la fiesta es de día y llegaban de todos los pueblos y aldeas de la provincia de La Coruña.
Intentamos, mis primos y yo, ir por primera vez con 15 años pero mis tías las pequeñas, que nos sacan menos de dos décadas, les dijeron a nuestros padres que eso era lo más parecido a una orgía y que volvías regada de vino y sin camiseta.
Así que metimos en la mochila ropa para poder cambiarnos después y compramos calimocho en una gasolinera donde no conocían a nuestra familia. Esa primera vez fuimos en la barca de Chicho, que siempre iba con su padre, e íbamos hablando de lo exageradas que eran nuestras tías hasta que a los 20 minutos llegamos al Campo.
A mi prima Nora tardaron unos 3 segundos en romperle la camiseta, Andrea recibió un chorro de vino en el ojo nada más poner un pie en el suelo y María y yo nos quedamos un rato más en la barca. María, la mayor y la más responsable, solo era capaz de reírse y yo opté por romperme la camiseta antes de bajar para que no lo hiciese otro.
Dos horas más tarde ya éramos unas veteranas. Andrea tenía una pistola de agua llena de vino en la mano y parecía un francotirador, Nora ya había ligado con la mitad del Campo y María se había caído un par de veces al río. Mi primo Berto estaba subido con medio pecho al aire en una especie de plataforma y todo iba tan rápido y era tan divertido que cuando volvimos andando se nos olvidó la ropa de repuesto, la hora y la excusa de que íbamos a la playa.
Desde entonces fuimos todos los años y ese día daba para reírnos hasta el año siguiente. Nora descartó a todos sus pretendientes y acabó declarándose con el pelo rojo y las zapatillas llenas de agua al que hoy es su marido. María aprendió a salir del río con cierta elegancia y Andrea a levantar las manos para que nadie le tirase vino a la cara.
Los últimos veranos empezamos a ir y volver en la barca de Roberto, a comer tranquilos y pasar la tarde en la parte del fondo donde nadie grita, ni rompe, ni tira y donde la conversación siempre es lo bien que nos lo pasábamos en el meollo cuando éramos menos pudorosos y más jóvenes. A volver de noche, con toda la ropa en su sitio, a ver desde el Puente Viejo los fuegos artificiales.
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