Media hora frente al sol, media hora de espaldas a él, y la nuca despejada acumulando el calor que hacía sudar el vaso de cristal de café granizado, con una pajita de rayas, que unas deslizaban por la espalda de las otras provocando aquél: “¡Ay, qué fresquito!” que tan placentero sonaba. 

Recuerdo a mi madre y a su hermana, sus dos cuñadas y la hermana de una de ellas tomando el sol en mi casa aquellas siestas de verano y son la viva imagen de la alegría. Llegaban todos los días después de recoger los restos de sandía de la mesa, nos embadurnaban de crema de alta protección y a ellas de aceite solar y “¡al agua, patos!”, nos enviaban a la piscina. Ellas, moño en alto y cigarro en mano -la que fumaba-, se daban al palique. Ni tres segundos pasaban sin que enlazaran un tema con otro. Exclamaciones, carcajadas y mucha sorna. Tenían que exprimir el tiempo porque a las 17.30 mi tía abría su óptica y el resto también volvía al tajo. A planchar, limpiar persianas, la cocina a fondo o cocinar, lo que tocara. Cuando la conversación subía de tono: "¡Chicos, a ver si podéis contar hasta diez bajo el agua!", "¡Venga, buscad sardinitas en el fondo!", nos instaban a imaginar.

El bebé, colocado en una pequeña hamaca de plástico a ras del césped en la sombra, movía el cuerpo a un lado y a otro como un lagarto. Y ellas lo observaban desde la distancia tronchadas de risa. Mientras tanto, nuestras manos se arrugaban bajo el agua jugando sin descanso.

Entonces no prestábamos ninguna atención a nuestras madres ni a su conversación. Sólo nos interesaban si se acercaban con un plátano o saltaban a la piscina y nos regalaban unas ahogadillas. Pero hoy recuerdo a esas mujeres -una de ellas ya no está, el cáncer se la llevó demasiado joven- y reivindico dos de sus cualidades, que creo son de las mejores que una madre puede transmitir a un hijo: naturalidad y tranquilidad. No recuerdo oírles hablar de coaching emocionales, cuerpos perfectos o lugares paradisíacos a los que les gustaría ir y la cuenta bancaria no podría soportar. Allí, y así, parecían felices. Durante esa hora no había relatos ensimismados de lo que significa ser madre.

Precisamente el pasado domingo leí la columna de Elvira Lindo en El País ‘No solo traemos hijos al mundo’, que algunas le han criticado en redes sociales, en la que parecía harta de leer tantos relatos en primera persona donde “parece que la maternidad se reduce a una mujer aislada”. Lo hice mirando al rincón en el que mi madre y mis tías disfrutaban de aquellas conversaciones entre amigas. 

Unos días antes me topé con este magnífico párrafo contenido en el relato ‘Estrellas y Santos’ del libro Manual para mujeres de la limpieza, de Lucía Berlin: “Ah, y las madres. Justamente el otro día, en el autobús, se subió una madre con su hijo, un niño pequeño. Saltaba a la vista que venía de trabajar y acababa de recogerlo de la guardería, estaba cansada pero contenta de verle, le preguntó qué tal el día. El niño le contó las cosas que había hecho. ‘¡Ay, eres tan especial!’, exclamó ella, abrazándolo. ‘¡Especial significa que soy retrasado!’, protestó el niño, con lagrimones en los ojos y muerto de miedo, mientras su madre seguía sonriendo con la mirada perdida, igual que yo con los pájaros”. Lo subrayé.

Todavía no soy madre, y ya me he puesto el casco para lo que venga, si viene, porque “no tienes ni idea de lo que es el parto, cuando sientas un bebé dentro ya me contarás, la responsabilidad de criar a un niño no es comparable a nada…”. Pero estoy muy feliz porque se me ocurren unas cuantas amigas que, en los momentos bajos, estarán dispuestas a ponerme un café granizado en la espalda para que riamos tan fuerte como mi madre y sus amigas en aquella hora de las tías.