A Pedro Sánchez, parapetado en su habitación de princesa de guisante, lo rodea apenas un pelotón de socialistas rebotados o viejos, con la pana recocida como un cardo, alumnos de Chaves con la rosa de farolillo y también el dinero de farolillo, monaguillos del sanchismo con ministerios de encajito, fontaneros con la cartuchera de los abogados o los pistoleros, y ministros o ministriles de las cucamonas que unen Ferraz con la Moncloa como se unen dos cocinas del mismo señor. Mientras, el partido, el PSOE, sólo parece la bola de discoteca del presidente discotequero. O sea, más o menos lo de siempre desde que manda Sánchez. El personal anda ahora buscando al PSOE con el candil de Diógenes o bajo la farola del borracho, pero el PSOE de Sánchez siempre ha sido un pequeño búnker o sotanillo, como si en vez de gobernar hicieran porno o esperaran el apocalipsis zombi. La diferencia es que ahora el apocalipsis ha llegado y en el sotanillo no saben qué hacer.
La ejecutiva del PSOE se les pasó aplaudiendo como se aplaude en el Circo del Sol o en algo del mago David Copperfield, mientras el jefe cambiaba cargos, sillones, caras, esos señores, señoras o conejitos próximamente por descoyuntar, por aserruchar, por desintegrar o por meter en un baúl o en un sombrero, que así acaba todo en el sanchismo. Sánchez no ha inventado las unanimidades, los resultados búlgaros, esos noventa y pico por ciento que dejan la democracia interna de los partidos como sólo salvada por la incertidumbre cuántica. Pero al menos antes había paripé, ceremonia, apariencia. En esta ejecutiva, sin embargo, no hubo ni votaciones (todo se decidió por “asentimiento”, explicaron, que debe de ser como un pentecostés sanchista). O sea que el telón ya subió con el decorado nuevo y Sánchez empezó, sin más, a cantarle a la oposición igual que un tuno cuando oye sonar cristal contra cristal. Lo del paripé puede parecer una tontería, pero no lo es. En este caso, significa que Sánchez no tiene tiempo ni para las apariencias. La desesperación lo lleva a la prisa y al impudor.
Sánchez nunca hizo uso del partido y ahora, cuando quiere usarlo, claro, le sale una cosa horripilante de ventrílocuo con pajarita. Sánchez, en realidad, se presentó contra el partido, contra el PSOE que lo humilló. No bastaba con que Susana acabara convertida en una especie de loca en camisón o fantasma de infanta en un hospicio, sino que tenía que desarmar el partido como estructura. No se trataba ya de imponer sus candidatos, esos sanchistas que al principio cabían todos en su Peugeot latero y luego fueron aumentando, como ocurre siempre cuando se gana. Se trataba de asegurarse de que nadie, con los estatutos o la rosa sangrante en la mano, pudiera volver a echarlo. El PSOE iba a ser, a partir de entonces, sólo Sánchez; iba a ser la Moncloa en sus dos partes o pisos: el sotanillo de maquinistas, telegrafistas y envenenadores, y las alcobas de marajá del presidente. El PSOE, pues, acabó convertido en uno más de los salones monclovitas de Sánchez, que son como aljibes de sus pasos y, aparte de su estela, sólo contienen ojos de cuadros que lo siguen y lo admiran en su abstracción o en su torcijón, como si fuera Ferreras, que tanto lo entrevista allí.
Sánchez nunca fue un hombre de partido, sino que desde el principio se tuvo por un príncipe o un dios
Sánchez no fue nunca un hombre de partido, sino que desde el principio se tuvo por un príncipe o un dios que había llegado para gobernar desde un cojín de nube o un carro egipcio. Un hombre de partido fue, por ejemplo, Manuel Chaves, que aunque llegó a tener arboladura de rey siempre supo que no podría hacer nada sin el andamiaje del PSOE andaluz. El PSOE andaluz no era una corte, ni mucho menos, sino que tenía familias, disidencias, ojerizas, cuentas. La solución de Chaves fue establecer un sistema de cuotas para los clanes, una paz basada en el reparto y en el equilibrio. Chaves no tenía carisma, ni brillantez, ni labia, ni guapeza, ni poder desmesurado, ni menos aún la clavícula incrustada en las constelaciones, como Sánchez, pero sabía manejar un partido. Quizá María Jesús Montero está ahí para enseñarle esa y otras cosas sabias y útiles al pequeño príncipe caprichoso y chocolatero. Por ejemplo, que no es importante ese estar de acuerdo al 99% con los socios de gobierno, como ha dicho ella en una entrevista, sino saber contentarlos y luego vender como unanimidad lo que sólo es un trueque.
Sánchez, que sólo sabe manejar su colchón, como un argonauta de sus sábanas y merengues, se creyó irresistible e imbatible, incluso para la lógica y para la realidad. He dicho que estaba más cerca de un dios que de un político, pero ya decía santo Tomás que ni siquiera Dios puede hacer que una contradicción lógica no lo sea. Sánchez se creyó capaz incluso de esto, y cuando la realidad se dispone a aplastarlo, es cuando quiere recuperar un partido que ya sólo lo mira con ojos fijos, la boca abierta y las manos con la forma misma de la complacencia, como una muñeca hinchable.
El PSOE de Sánchez siempre fue un búnker para un príncipe niño o un dios niño. Esbirros y nodrizas, mayordomos y doctores, publicistas y ángeles protegían a Sánchez, dirigían el país y a la vez dirigían el partido, que ya sólo era un perchero del presidente, una rosa con alcayata de espina, salvo lo que quedaba o queda de poder territorial. Siempre fue así desde que Sánchez llegó al poder, pero hasta ahora él nunca había necesitado al partido, como el que nunca ha necesitado el trabajo, el matrimonio o la cartera. Por eso lo vemos chocante, sospechoso y hasta obsceno cuando saca ahora, desesperadamente y sin ninguna vergüenza, su muñeco de ventrílocuo, su novia de látex y su duro de plata.
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