Se lo pregunta Madonna despertando de su primer sueño latino en los compases iniciales de La isla bonita: «cómo puede ser verdad». Y también el viajero que después de pasar unos días en La Palma, la verdadera isla bonita, espera para embarcar en el vuelo que le devolverá a su anodina realidad continental.
¿Cómo puede ser verdad que la bandera de Tazacorte, amarilla, roja, verde y azul, sea una suerte de Union Jack tropical? En 1925 el municipio proclamó su independencia. «Con bicheros, palos y cañas / gritemos con voz de calibre / Viva Tazacorte libre / e independiente de España», gritaban los que defendieron esta pequeña república bananera durante apenas tres días, hasta que un buque enviado por Primo de Rivera puso de un solo obús las cosas en su sitio. Lo cierto es que los de Tazacorte solo querían independizarse de Los Llanos, cabeza de partido y capital económica de la isla. Lo consiguieron en septiembre de ese mismo año y tomaron como bandera una interpretación de la británica, quién sabe si, en gesto análogo a los creadores de la ikurriña, buscando una suerte de protectorado imaginario. Por entonces era inglesa la empresa que explotaba el lucrativo cultivo del plátano en la costa oeste de La Palma. Allí se registra el mejor clima de España y sus bananos son los más productivos. Una piña de plátanos procedente del lado de Santa Cruz puede llegar a pesar unos 30 kilos; las de Tazacorte rondan fácilmente los 70.
¿Cómo puede ser verdad este poblado de apariencia neolítica excavado en la roca y colgado sobre el mar? Se llama porís, y el viajero encuentra uno cada vez que se aventura acantilado abajo en busca de una playa en la que darse un baño en la accidentada costa noroeste de La Palma. En El Callejoncito, en Puntagorda o en Tijarafe, donde está el porís más conocido, el de la Candelaria. Un pueblo blanco de algo más de veinte casas al nivel del mar y al abrigo de una enorme bóveda rocosa. Cuando en esta isla atravesada de profundísimos barrancos la comunicación por tierra era poco menos que imposible, estos portillos naturales eran amarres en los que refugiarse y descargar de manera segura las mercancías y la pesca para subirlas a continuación a los pueblos por escarpados senderos. Hoy, las chozas de pescadores son cabañas de vacaciones hereditarias que de momento han salvado la Ley de Costas catalogándose como patrimonio singular. Pero ahí va un paisano camino de la pick-up con un atún al hombro, la sangre chorreándole todavía por la boca.
¿Cómo puede ser verdad que el viajero pretenda abrirse paso con su Ford Fiesta de alquiler por carreteras que ya no existen, que sabe que quedaron cubiertas el año pasado por las coladas del volcán de Cumbre Vieja? Quizá porque las indicaciones siguen señalando que es posible llegar a Puerto Naos o cruzar por allí hacia el sur de la isla, y solo al llegar al borde de la lengua de lava, ante la última casa empujada como un juguete, encuentra la señal de prohibido el paso. Y aunque durante casi tres meses asistió por televisión al espectáculo de fuego del cráter que ahora puede ver a simple vista, apagado y ceniciento pero todavía humeante, un poco más arriba, se ha dejado llevar por el ambiente de la isla, en el que por momentos parece que no ha pasado nada. Pero ahí sigue cerrada Puerto Naos, su villa turística más importante. Oficialmente por las emanaciones de gases, aunque algunos palmeros con intereses en el lugar sugieren que porque simplemente no es posible garantizar los servicios básicos y el saneamiento para las más de 4.000 personas que puede llegar a albergar en temporada alta.
Puede ser verdad, como tantas cosas asombrosas, simpatizar con las ruidosas grajas, pasar en pocos minutos de o a 2.200 metros, de un paisaje semidesértico a un bosque nuboso único en el mundo, en una isla apenas un poco mayor que el término municipal de Madrid. Y prácticamente ajena a la ola de calor.
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