Un tuitero propuso esta semana, después de que el Tribunal Supremo confirmara la sentencia de los ERE, que se castigue a los condenados a plantar árboles en España. Dejé de hacer scroll con el móvil durante unos segundos ante la ocurrencia y continué leyendo titulares. Pero, horas después, la recordé y pensé en la poca importancia que damos a los árboles porque están ahí, como la familia y los buenos amigos, y lo difícil que será la vida sin ellos. Caí también en todas las cosas decisivas que he esperado a lo largo de mi vida bajo un árbol: el primer beso, el resultado de un examen, de una entrevista de trabajo o de la grave operación de un ser querido.
"Soy como un árbol, que crece donde lo plantan", está escrito en la fachada de la casa natal de Miguel Delibes en Valladolid. El escritor tuvo una relación especial con la naturaleza y los árboles, los utilizó como imagen para expresar tranquilidad o el patriotismo. Anna Frank describió en su diario, mientras permanecía oculta del nazismo junto a su familia en la parte trasera de una vivienda de Ámsterdam, los cambios de un castaño centenario que podían ver: "Los dos miramos el cielo azul, el castaño sin hojas con sus ramas llenas de gotitas resplandecientes, las gaviotas y demás pájaros que al volar por encima de nuestras cabezas parecían de plata, y todo esto nos conmovió y nos sobrecogió tanto que no podíamos hablar". Para ella, igual que para Kunta Kinte, el protagonista de la mítica novela Raíces de Alex Haley, los árboles simbolizaban la libertad. "El aire traía fuerte y almizclada fragancia de los mangles, que se confundía con los perfumes de las otras plantas y árboles que crecían profusamente a ambos lados del bolong", puso el escritor norteamericano en boca de su protagonista, el gambiano vendido a los 16 años como esclavo a un plantador de Virginia a finales el siglo XVIII.
Todos tenemos en mente un árbol de valor, querido, significativo. Y quien no lo tenga, debería buscarlo. Mi padre acaba sus caminatas diarias por el campo para controlar la diabetes bajo una encina centenaria delante de la que ha colocado una piedra con forma de asiento. Está muy orgulloso de su rincón de pensar. Hace dos fines de semana me invitó a probarlo. Allí, en “la carrasca”, como la llama, lee, reza, escucha música clásica o escribe unas líneas en su cuaderno.
Con la ceniza de los árboles que han ardido en distintos puntos de España, donde los incendios han arrasado casi 80.000 hectáreas (según el Ministerio de Transición Ecológica, más de 200.000 según el Sistema Europeo de Información de Incendios Forestales (EFFIS) habrán volado también los recuerdos de quienes vivían cerca de ellos. Siento mucha pena por quienes ya no ven el monte frente al que se despertaban cada día o que era su fuente de ingresos directa o indirectamente.
También en Twitter, algunos competían estos días por identificar "el mayor escándalo de nuestra democracia". Si fueron peor los GAL, los ERE o la Kitchen. Y deberíamos anticiparnos a pedir explicaciones por el escándalo democrático de nuestros días: que nuestros políticos no tomen decisiones efectivas contra el cambio climático y la deforestación. Porque las generaciones futuras también tienen derecho a saber la importancia que tiene un árbol.
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