Tengo el aire acondicionado a 19 grados. Porque si al escribir estas líneas, en esta tarde sofocante del agosto madrileño, pusiera el termostato a los 27 grados prescritos por el Gobierno, de este viejo y rumoroso aparato que urge cambiar saldría un chorro caliente, y esta habitación castigada por el sol de poniente ardería como la calle de la canción de Radio Futura.
El termostato es una convención y un simulacro. Con sus botones y sus dígitos, con su apariencia matemática, el mando del aire ofrece una ilusión de control sobre la temperatura del espacio climatizado que el no menos convencional pero más fidedigno termómetro, dominado por el noble mercurio, se obstina en contradecir.
En la cámara hiperbárica del poder uno debe de sentirse capaz de todo con apenas quitarse la corbata
Cuando el termostato está adosado a la pared, como terminal de mando de una ficticia parafernalia domótica, el control parece estructural y la ilusión se intensifica. Pero si tienes a tu disposición una nutrida plantilla de mantenimiento, una red de sofisticados medidores de temperatura y humedad y un enjambre de serviciales subalternos escoltándote mientras te deslizas por los pasillos de La Moncloa, la sensación de omnipotencia debe de ser sencillamente irresistible. Y creerás que con una buena dosis de «planificación democrática», como escribía ayer Íñigo Errejón en una tribuna en El País, no solo conseguirás alcanzar el ahorro energético prometido ante Europa sino procurar la temperatura ideal a los españoles, o al menos enseñarles a pasar calor correctamente.
En la cámara hiperbárica del poder uno debe de sentirse capaz de todo con apenas quitarse la corbata –quizá en ademán de Superman–, recetarle teletrabajo a este país de servicios y esgrimir la crisis climática para que el ciudadano afligido por una culpa imprecisa pero lacerante no se queje del calor ni del recibo de la luz. Y es que a nadie le gusta que le llamen negacionista. ¡Yo no soy nazi!
Con su improvisada escuela de calor –hace falta valor–, la rueda de prensa como tutorial de buena ciudadanía, Sánchez persevera en una manera sensual de hacer política. La sensualidad en este caso no reside en el viril contoneo de pasarela ni en la ensayada sonrisa del presidente, sino en la idea de la política como respuesta primaria vinculada a un estímulo. Si todos hablamos estos días del calor, por qué no hacer pasar la acción de gobierno a través de la rendija del aire. Aunque sea un movimiento improvisado y dudoso, como acudir ahora mismo, tarde y mal, a mi gran superficie de confianza a comprar un nuevo aparato de aire acondicionado. Menos mal que no me lo puedo permitir.
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