El pasado domingo, como parte de sus jornadas de veraneo oficial en Mallorca, la reina Letizia salió a cenar con las infantas Leonor y Sofía y su suegra la Reina emérita a un restaurante de moda de Palma llamado Beatnik. Escogió para la ocasión un vestido de Zara inusualmente corto, coordinado en cuanto al largo de la falda con los de sus hijas. Uno fantasea con la entrañable escena palaciega del ¿qué nos ponemos, chicas? También con los términos de la negociación entre nuera y suegra para el breve paseo cogidas del brazo. Pero lo relevante y lo más comentado ha sido el espectáculo de las bronceadas y torneadas piernas reales refulgiendo en la noche mallorquina.
Nada más publicarse las fotografías de la familiar salida nocturna comenzó la cascada de reacciones admirativas ante las piernas de la reina, equivalentes a las que vienen suscitando sus brazos, verdadero hito del fitness que persiguen todas las españolas con entrenador personal; pero también cierta censura, más sorda o más ruidosa, expresada en forma de pregunta retórica: ¿puede una reina llevar minifalda?
En este punto se cruzan las críticas de algunas autoinvestidas papisas de la fashion police y de los detractores monárquicos de Letizia, para quienes el vestido de Zara socava la dignidad de la monarquía.
Cifrar la vigencia de la monarquía en un añejo listín de convenciones es la mejor manera de darle la razón a los republicanos
Desde el anuncio de su compromiso con Felipe hace casi 19 años, Letizia y la institución vienen afrontando las controversias de baja intensidad derivadas de ser Letizia quien es: una mujer plebeya y divorciada que pone en cuestión la magia y el misterio de la corona. Con su condición y con sus decisiones. En este caso, mostrar la pierna es, para los guardianes de las esencias, del todo incompatible con la idea severa e inmutable que tienen de la monarquía, expresión inflexible de su naturaleza hereditaria.
En busca de esas esencias cabe remontarse al siglo XVII, cuando tuvo lugar una conocida pero brumosa anécdota, tan manoseada que según cuál sea la fuente se atribuye al mayordomo real de Mariana de Austria o al de su nuera, Mariana de Neoburgo. Cuando, al paso del cortejo real por una localidad especializada en nobles labores textiles, un comerciante quiso obsequiar a la reina consorte con un selecto surtido de medias de seda, el celoso cortesano las rechazó airadamente: «Habéis de saber que las reinas de España no tienen piernas».
Un argumento recuperado en 1925, según el periodista Augusto Assía, durante una visita a Galicia de Alfonso XIII y Victoria Eugenia, cuando una lancha salpicó las pantorrillas de la reina y un periódico de Vigo quiso detallarlo en su crónica del día. En aquella ocasión, el censor tachó la línea correspondiente con el comentario «Su Majestad no tiene pantorrillas».
Un paseo por El Prado demuestra que las reinas de antaño no tenían piernas. Hoy, afortunadamente, las cosas han cambiado. En el siglo XVII, la princesa Leonor ya estaría camino de algún reino europeo para consumar un enlace acordado y celebrado por poderes que fortaleciera alguna alianza conveniente.
Letizia enseña las piernas porque quiere y porque puede. Quizá porque iba al Beatnik, y eso va de rechazar las normas. O quizá por demostrar a sus monárquicos antagonistas de siempre que cifrar la vigencia de la monarquía en un añejo y arbitrario listín de convenciones es la mejor manera de darle la razón a los republicanos.
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