El otro día en la Redacción hablamos de comida y de niños. Alguien comentó que a su hija le daba pudor comer demasiado kétchup o patatas fritas porque “no era sano” e iba a engordar. Después, en el metro, vi como un niño le decía a su madre que prefería volver a casa y no ir a la piscina para seguir jugando al juego de la play que había dejado a medias; y más tarde, en una zapatería, otro de no más de diez años perreaba a Bad Bunny y gritaba “¡Mira mamá esto es el perreo!”, mientras difícilmente sujetada el móvil del que sonaban los últimos trends de TikTok que su hermana, aún más pequeña, también intentaba copiar. “Déjale el móvil a tu hermana”, reñía la madre a la vez que preguntaba por el precio de unas sandalias y se quejaba a la dependienta de los muchos días de vacaciones que le quedaban por “aguantar”.
De lo primero a lo último pasaron dos horas. Tiempo suficiente para preguntarme la clase de niñez que había tenido yo, que deseaba la llegada del verano, para que mi abuelo nos premiara a todos sus nietos por las notas del colegio, con una cena en el McDonald donde volaban las patatas fritas, y nos peleábamos por cuantas salsas barbacoa y nuggets habíamos comido de más y sin remordimiento. Luego le pedíamos un helado, cuanto más grande mejor, y mirábamos el reloj por si todavía había tiempo de ir a saltar a las colchonetas o volver a casa y, con mi hermana, picar el timbre de mis vecinas, Judit y Mónica, para jugar al escondite, o a lo que fuera que no tuviera pantalla y alrededor de la manzana. Nunca más lejos, nos advertía mi padre.
Las cuatro pasábamos los veranos en la piscina hasta medio día y en la calle hasta la hora de cenar. Pintábamos la rayuela con tizas de colores en el asfalto, vendíamos bisutería o limonada casera, y hasta paseábamos gatos con correa. Convertíamos los garajes de nuestras casas en tiendas de ropa, colegios, hospitales o bares que imitaban ser el de Destilando amor, y para entonces, lo más parecido a TikTok era el baile que preparábamos creyéndonos triunfitos con nuestros padres imitando la dureza de Risto Mejide. Por supuesto, nada de esto ocurría si no habíamos cumplido con nuestras dos páginas de deberes diarias.
Por las noches sacábamos el parchís, el Scattergories o el primero de la clase, y cuando nos cansábamos, hablábamos del chico que nos gustaba o de las últimas novedades que traía la Super Pop mientras nos comíamos un helado. Otro sin remordimientos y sin pensar en los gramos de azúcar. Claro que no había ni rastro de Carlos Ríos ni post de Instagram con dietas milagro que nos distrajeran a las que eran nuestra única obligación: jugar y hacer calle. Calle segura, supongo, porque tampoco recuerdo el discurso del miedo más allá de las advertencias de lo que suponía que fuéramos niñas. Eso siempre ha estado ahí, aunque en menor medida, y eso que hablan de "avances".
Disfrutábamos del verano de una forma que no arrojara a nuestros padres a “aguantarnos” en la frontera en la que empiezan a dejar de cuestionarse la edad apropiada a la que sus hijos deben estar dispuestos a la pantalla o a tener su propio dispositivo. Y digo dejan, porque supongo que, luchar contra la corriente social de lo que hará el resto y las amenazas de lo que implica ser diferente, empieza a ser demasiado complicado.
No envidio a ese niño de la zapatería que ya conocía a Bad Bunny y que ahora probablemente esté cantando el Despechá de Rosalía mientras enseña a su madre los avances de su perreo, ni al que dejó la partida de la play a medias o se preocupa por la cantidad de kétchup que cae en su hamburguesa. Tampoco a esos para los que un smartphone o tablet es el remedio y su mejor aliado a la hora de comer o cenar rodeado de personas adultas, ni a las niñas que oyen hablar antes de pinchazos y axilas depiladas que de su condición de niñas.
Los de ahora nunca volverán a ser los veranos de antes. Y qué suerte no haber sido yo una niña satélite conectada como las antenas lo están al televisor.
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