El veraneante es un ser afortunado pero vulnerable. Está lejos de casa, depende de otros para cubrir ciertas necesidades básicas, y vive con un grado variable de ansiedad la obligación de optimizar esos preciados días de esparcimiento que ha acumulado durante todo el año.
Es sabido que internet lo ha cambiado todo, y las vacaciones no son una excepción. Antes, quien quería viajar con certidumbres debía acudir a una agencia o empollarse una guía. Era el modo de procurarse un programa, una plantilla, una simulación de orden con que mitigar el desasosiego consustancial a quien siendo sedentario abandona su rutina y su hogar en busca de descanso o de nuevas experiencias. Una manera de domesticar la aventura, por modesta que esta sea, y de aprovecharla al máximo.
Hoy, gracias a las prestaciones digitales, somos nuestros propios tour operadores. Desde casa, delante de nuestra pantalla preferida y con meses de antelación reservamos vuelos y estancias y fijamos itinerarios. El viajero celoso de más, o simplemente friki, puede incluso anticipar con un paseo virtual lo que va a encontrarse en su destino. Ya de viaje, nos movemos con el móvil en la mano para asegurarnos de ir por donde debemos y adonde debemos y con poco margen para la improvisación, porque nuestro cerebro 2.0 reacciona mal a las instrucciones contradictorias.
Todo esto ha terminado definitivamente con la inocencia del marchar y el descubrir. Y ha atenuado algunas emociones habituales del turista, como la inquietud que en un sitio nuevo le acecha cuando se acerca la hora de comer, o la satisfacción que produce dar por casualidad con la tecla del buen restaurante al mejor precio.
Como en otros órdenes, al declive del experto –y de la inocencia– en materia de viajes ha seguido una inflación del dato y de la opinión. Recurrimos a las opiniones de los demás, antes de partir y en itinerancia, para gestionar la incertidumbre lo mejor posible; a las opiniones de amigos y familiares que conocen, han estado en o son del destino de marras, pero sobre todo a las de desconocidos que asignan estrellas y puntuaciones y venganzas de baja intensidad en forma de reseñas maliciosas. Nada sabemos de ellos, pero pueden llegar a inspirarnos una confianza incondicional gracias a la simple mediación tecnológica.
De buscar opiniones a generarlas hay un paso tan corto como necesario para hacer sostenible el ecosistema de validación propio de internet. Hace años, Google estimulaba a los usuarios a convertirse en local guides de Google Maps obsequiándoles con gigas extra de almacenamiento en sus cuentas a cambio de valorar establecimientos, subir y etiquetar fotos, escribir reseñas o responder preguntas. La compañía abandonó esta política porque descubrió que bastaba con recompensas simbólicas –puntos, niveles e insignias– para sostener y hacer crecer la participación voluntaria en este particular metaverso.
El usuario muestra en efecto una disposición natural a opinar. Es una manera de fijar la experiencia y de pertenecer un poco al lugar que juzga. Últimamente, también, de soñar con labrarse una reputación, incluso una carrera. Cualquiera puede abrir una cuenta en Instagram o TikTok para dar consejos o tips o escribir reseñas de restaurantes. Proliferan los perfiles de trotamundos frenéticos que explican en vídeos de 15 segundos qué diez cosas no te puedes perder si vas a París o dónde comer pizza en Nueva York por un dólar. Es la aceleración definitiva, en versión de bolsillo, del formato callejeros viajeros. También la contaminación del viaje de placer por la retórica de la capacitación y el know-how que nos abruma diariamente en nuestro entorno laboral.
Y así, alguien que empezó buscando dónde cenar una noche de finales de agosto en Ibiza puede llegar a plantearse un prometedor reciclaje profesional. ¿Quién quiere vacaciones pudiendo ser creador de contenido?
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