En 2020 el verano fue distinto. El Covid-19 cambió las reglas del juego. Nada de lugares masificados ni alejados, ni de compañías de vuelo ‘low cost’ con destino a Thailandia. Aquel verano primó lo rural, durante un período relativamente corto de tiempo; con seguridad, por carretera y dentro de nuestras fronteras. Volvimos a las plazas y los bares de siempre, a los reencuentros con los que fueron nuestros amigos de juventud, a las fiestas con chaqueta fina por si acaso y a esa emigración silenciosa de los sesenta. La pandemia hizo que todos cambiáramos nuestra escala de valores y que tuviéramos un destino común: el pueblo, la España rural, la de nuestros abuelos y la vacía de Sergio del Molino. En provincias como Ávila, Soria o Teruel vieron incrementada su población entre un 35 y un 50%, mientras que, en Madrid, Zaragoza o Vizcaya solo quedaban entre el 61 y el 67% de sus habitantes.
La ilusión de entonces por volver a los rincones que nos vieron crecer era resignación a partes iguales acompañada del miedo a un contagio; y ahora, ese “no queda otra” va de la mano en muchos casos de los estragos de una guerra que ya va por los seis meses y de portadas que comparten la inflación en su nivel más alto desde 1984 junto a la recesión económica amenazando el bolsillo. Y es que quizás tengan razón los que dicen que vamos camino del blanco y negro, y que éste, otra vez, es el último verano.
Quizás tengan razón los que dicen que vamos camino del blanco y negro, y que éste, otra vez, es el último verano
Sea como sea los pueblos son el lugar donde encontrarlo todo como siempre, aunque el tiempo vaya pasando. Son como mirarte en un espejo invertido y despertar anhelos de una existencia más tranquila y placentera. Yo ya no soy la niña de cuatro años que dejó Quinzanas, el pueblo de mi familia paterna, sobre la vega del Río Narcea, pero este año vuelvo allí con la misma inocencia que entonces. Y no será en un Seat 127, pero seguirá cabiendo todo lo que un español medio necesita para veranear.
En Quinzana nos juntaremos padres, hijos y las primeras veces de las parejas de los más jóvenes, que probarán suerte y responderán a las advertencias de mi padre y mi tío: meter en la maleta los gorros y gafas de buzo para bañarse en el río, una brújula, por si acaso, y los escarpines. Mientras, mi madre y mi tía se encargan de lo útil y racional, y piensan, supongo como madres, en las más remotas posibilidades y contratiempos: paraguas, chubasqueros, unas sábanas y juego de toallas limpias y hasta lejía, las he escuchado enumerar. El resto debatimos la lista de reproducción para siete horas de viaje, los juegos de mesa para las noches en el porche, y lo rápido que bajaremos el Sella. Porque no iba a haber viaje si en el itinerario no aparecía 'Descenso del Sella'.
Por supuesto comeremos cachopos y beberemos 'culines' de sidra o un vaso entero, rezaremos a la Virgen de Covadonga porque "La santina es La santina", compraremos queso cabrales, carbayones y pegatinas de la Cruz de la Victoria. En definitiva, volveremos al pueblo.
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