La muerte tardoestival de Mijail Gorbachov trae inevitablemente a la mente el recuerdo de otro final de mes de agosto, el de 1991, cuando el mundo asistió por televisión al comienzo del fin de la URSS. El golpe de Estado tramado por una facción del PCUS y el KGB fracasó, pero precipitó el desmoronamiento del régimen; la ilegalización del hasta entonces todopoderoso Partido Comunista y la independencia inmediata de once repúblicas soviéticas. Las imágenes del presidente ruso Boris Yeltsin obligando a Gorbachov, teórico superior institucional, a leer ante el parlamento el documento que incriminaba a los miembros de su propio gobierno en la abortada intentona quedó como el símbolo de la confusa sucesión de acontecimientos de aquellos días. También Yeltsin será el protagonista de la proclamación en diciembre, junto con los líderes de Bielorrusia y Ucrania, de la disolución de la URSS. Ausente en aquella reunión, un Gorbachov desplazado tardó pocas semanas en dimitir.
A lo largo y ancho del inmenso territorio de aquel coloso que colapsaba, miles de fieles apparatchiki cambiaban hábilmente de lealtad y se entregaban a la causa de la renacida patria de turno, fuera esta Rusia o Kirguizistán. El patriotismo es el último refugio de los canallas: nunca fue tan verdad aquello de Samuel Johnson. Y de aquellos lodos, Vladimir Putin.
Gorbachov marchó, pero quedó como icono pop, miembro de una constelación de líderes políticos –Reagan, Thatcher, Mitterrand, Juan Pablo II– que recibía su brillo de la vertiginosa reordenación del orden mundial que tutelaron, y que se manifestaba en una popularidad global de estrellas del rock, a prueba de diferencias ideológicas y que ningún líder posterior ha sido capaz de alcanzar.
La entonces omnipresente televisión obraba el milagro. Cuando todos veíamos lo mismo, la pequeña pantalla homologaba el histórico discurso de Reagan ante la puerta de Brandenburgo –«Mr. Gorbachev, tear down this wall!»–, los vídeos de Madonna y las lánguidas apariciones de la Princesa de Gales.
Como Gorbachov en 1991 y en 2022, Lady Di fue otra víctima tardía de agosto. Hace 25 años, la noticia de su muerte sonaba como parte de un sueño al despertar aquella mañana de domingo de 1997, la televisión en bucle con una de esas coberturas que lo absorbían todo como un agujero negro. Los acontecimientos insólitos parecen mentira un domingo de agosto, y aquel accidente a toda velocidad contra un pilar de un túnel de París parecía el epílogo cinematográfico del verano, una escena –la puerta giratoria del Ritz, el Mercedes S280– como extraída de una película de entonces como la primera Misión imposible, rodada con todo detalle y un gusto excelente en elegantes localizaciones internacionales a mayor gloria de Tom Cruise. Y después, los largos días de honras fúnebres en regios escenarios ingleses, cantantes, actores de Hollywood –también Tom Cruise–, modelos y diseñadores internacionales mezclados con políticos y la realeza en el funeral en Westminster retransmitido en directo a todo el mundo.
Internet estaba en mantillas y los teléfonos móviles no eran listos. Desde la tele, los periódicos y las revistas, los acontecimientos marcaban inapelables la memoria infantil, dejando una huella indeleble que en aniversarios y momentos tontos de nostalgia se presentan con una calidez irresistible. La sensación de final de verano, de tiempo que refresca, alterado por aquellas noticias irrepetibles vuelve cada año, aderezando el cambio de ciclo, confirmando el devenir y la futilidad, recordando a Gorbachov y a Diana. Lugares reconocibles a los que agarrarse en este comienzo de curso en el que no refresca y, como dice uno de los personajes de Los anillos de poder, la nueva serie de Amazon que nos devuelve al universo de El señor de los anillos y que se estrena este viernes, «el cielo está extraño». Pese a todo, feliz septiembre.
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