Sánchez y Feijóo se encontraron de nuevo en el Senado, ese cementerio político con pinta de cocina de formica en el que, justo antes, habían prometido el cargo Susana Díaz y Javier Arenas, que ya parecen viejas glorias del Un, dos, tres repescadas para una gala navideña. Feijóo deseaba el cara a cara a pesar de la desventaja que suponían ese escenario desplazado, como si cambiaran la caoba matrimonial del Congreso por un motel, y el formato descompensado, hecho más para que al presidente ceremonial le pidan trenes regionales que para intensos debates generales de tú a tú.
Feijóo se nota que tiene prisa por enfrentarse a Sánchez, por ganarle, tiene hambre y nervios como un jovencito que empieza, que llega a la capital con una maleta y una armónica. Sánchez aún se quiere aprovechar de eso y lo hizo en dos fases: primero, dándoselas de hombre de mundo, de presidente muy geopolítico que menciona a Putin con la familiaridad con la que otros mencionan hoteles y cafés parisinos, y ya luego, tratando a Feijóo directamente de paleto. Le salió regular, no ya porque se vea una táctica ventajista, como la del teatrillo ciudadano de la Moncloa con testimonios de secta de margaritos, sino porque sus dardos se convertían casi automáticamente en autosarcasmo: cuando acusó a Feijóo de "mentir sin despeinarse", el Senado casi se vuelca de la risa como una barquita del Retiro.
Sánchez llegó al Senado como a su salón de relojes imperial, con la ventaja de su tiempo ilimitado y de todos los funcionarios y asesores que habían estado dándole cuerda. Su intervención inicial parecía una vuelta al mundo contada por un marino despaciosa y barrocamente, como esas cosas de Elcano que se habían leído poco antes en mi pueblo por el V Centenario de la circunnavegación. Como en todos los relatos de marinos, en el de Sánchez había heroísmo, y sirenas, y malvados enemigos, y ese compañerismo un poco escorbútico de los "hermanos europeos" que ahora necesitan nuestra solidaridad, nuestras cañoneras de gas y de corbatas. Él repetía mucho lo de estos hermanos europeos como si fueran los hermanos Pinzón, con cierta cadencia manriqueña, y hasta me pareció que el Senado tenía para Sánchez algo de concurso de habaneras.
Sánchez iba de Alemania a Estados Unidos y de Putin a su colchón, como si siguiera en esa barca en la que se paseaban las primeras damas de la OTAN por un Madrid de patos, tablaos y lagos de sopa. No parecía que aquí hubiera problemas ni de sudores ni de precios, sólo generosidad y hasta suerte, que con la cosa de la solidaridad íbamos a ahorrar dinero, como si Sánchez nos decretara la hucha de cochinito. Con la inflación mencionó hasta lo de "doblegar la curva", tirando de repertorio, como las divas en apuros.
Sánchez, aunque pida que le arrimen el hombro como a la tapia de su pereza, en realidad no se siente cómodo si no le sueltan lo del gobierno socialcomunista, la ETA y tal
Se le caían los millones como pañuelos de guapa, le aumentaba el PIB como aumenta una bragueta, le brillaba la justicia contra las eléctricas como brilla una espuela, y el discurso iba desembocando o atracando en la épica o en la esperanza. Igual que había pasado la pandemia, llegó a decir, pasaría todo esto de la inflación, la ruina y las tiriteras. Todo pasará, menos su legado. Iba de sobrado, o hacía que iba de sobrado. Lo que uno no sabe es si esta primera intervención, como de pavoneo de indiano de casino ante el paleto, sólo preparaba la segunda, la de la humillación al paleto, o hubo algo en el breve discurso de Feijóo que le picó.
Feijóo no estuvo brillante, se le vio atropellado o medio atragantado, quizá por el poco tiempo que tenía, esos 15 minutos como medidos por Procusto, o quizá porque aún no le ha cogido la medida y el tempo a Sánchez. Enseguida empezó con problemas de fábricas y acerías, como si a la poesía homérica de Sánchez él respondiera martilleando yunques. No es que a Feijóo le falte literatura, que también, sino que sus asesores le habían condensado tanto la munición (el paro, el PIB, la deuda, el IVA, los ministros insultones, Bildu, el gabinete de campaña de Sánchez, la pobreza energética de antes contra el anafe solidario de ahora…) que el discurso le sonaba como a traca, raudo e indistinguible. Las razones se le perdían un poco entre tropezones suyos y derrapes de los folios, que él pasaba como haciendo onomatopeyas de su prisa, pero supongo que no se perdían para Sánchez. A pesar de los relatos de amores de marinero de Sánchez, ahí estaba Argelia, ahí estaba el gas licuado que le compramos a Rusia (más que nadie), ahí estaba el IPC, ahí estaba el gobierno desgobernado, y sobre todo ahí estaba el sanchismo inocultable. El caso es que cuando Sánchez retomó la palabra, el estadista atlántico o atlante se había convertido de repente en un macarra portuario.
'¿Es insolvencia o mala fe?' podría ser el epitafio de Groucho Marx de Sánchez, pero él lo repetía una y otra vez, dedicado a ese Feijóo que olvidó una norma o confundió un decreto
Si Feijóo aún no le ha cogido la medida a Sánchez, o a su propio lugar en el debate (sigue pareciendo un poco meritorio y un poco abuelete, todo a la vez), tampoco puede decirse que Sánchez le haya cogido la medida al presidente del PP. Sánchez, aunque pida que le arrimen el hombro como a la tapia de su pereza, en realidad no se siente cómodo si no le sueltan lo del gobierno socialcomunista, la ETA y tal. Más ahora, que Pedro Sánchez parece 'Pedro Iglesias' contra el Ibex del saco y los medios cloaqueros (como si la izquierda no tuviera editorialistas lacayos y ricos detrás de la cerradura). Feijóo, un poco perdido todavía entre sus papeles y sus cuentas, entre cabo furriel novato y jubilado sin gafas de leer, yo creo que descoloca a Sánchez, y por eso el presidente optó por provocarlo, a ver si así dejaba de citar acerías y de enseñar el documento con sus propuestas en alto, como una especie de Biblia de predicador soso de La casa de la pradera.
Sánchez se enfrascó en un tiro al plato o al pato ad hominem, con una lista de meteduras de pata de Feijóo más o menos importantes o anecdóticas o llamativas, que las tiene y en abundancia, pero que sonaban un poco a que, en vez de con una ley o un impuesto, Feijóo se había equivocado de cubierto y el señor presidente o el señor embajador se reía de él hasta que se le caía el monóculo. Como estribillo, Sánchez escogió un "¿es insolvencia o mala fe?" que tintineaba como una mesa bien puesta movida por la torpeza del paleto gallego que se cree que es buen gestor porque maneja su molino y sus vacadas. Pero ya digo que este tipo de dardos se le volvían a Sánchez casi inmediatamente como ironía involuntaria, aún más dolorosa y ridícula cuando se da la vuelta que cuando se lanzó. "¿Es insolvencia o mala fe?" podría ser el epitafio de Groucho Marx de Sánchez, pero él lo repetía una y otra vez, dedicado a ese Feijóo que olvidó una norma o confundió un decreto.
La verdad es que en hitos como el "no voy a pactar con Bildu, si quiere se lo repito veinte veces", Sánchez ni siquiera deja la opción para la insolvencia. Yo creo que a Feijóo ese estribillo le parecía un hermoso harakiri pucciniano, que seguramente eso es lo que parece el sanchismo terminal, un estertor entre jardines.
Con todos los ministerios, palacios y relojes del país a su servicio, Sánchez se dedicó de nuevo a hacerle la oposición al PP, cosa que le dejó en bandeja a Feijóo ese "para hacer oposición sólo tiene que esperar a las próximas elecciones". La inexperiencia de Feijóo con los grandes asuntos, los grandes globos terráqueos y los grandes cartapacios del Estado aún le permitió al líder del PP dejar caer que había estado leyendo los currículos de algún ministro y que eso le había llevado "varios segundos". La humillación de Feijóo en dos pasos, preparada con ventajismo como esa ciudadanía de gnomos de jardín de la Moncloa, terminaba en realidad como parodia del sanchismo. Sánchez, que seguía buscando alardes entre sus notas, mencionó la guerra del Yom Kippur y lo pronunció como si fuera un nombre, que le sonó a guerra de Johnny Kippur o de Johnny B. Goode. Yo creo que, en su escaño de formica y tembleque, Feijóo por fin se tranquilizaba viendo que, ahora sí, le había cogido la medida al travoltín del puerto.
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