La figura de Isabel II de Inglaterra siempre ha producido en mí una fascinación especial. Abordo este humilde obituario con un temblor especial: el de ser testigo privilegiado de un paso de página trascendental en este nuevo mundo en el que, más que nunca ya tras la pandemia, estamos instalados.
No tengo demasiado interés en comenzar de una forma especialmente original. Quiero por ello que las primeras palabras sirvan para remarcar que la monarca más longeva de la historia de la humanidad, después del 'rey Sol' Luis XIV, encarnó como nadie un sentido del deber, de la responsabilidad y del servicio a su país y a su pueblo como muy pocos líderes lo han hecho en siglos. Nadie como ella supo ejemplificar lo que significa cargar con el peso de la historia, depositado en los frágiles hombros de una mujer a la que las circunstancias obligaron a ceñir la corona muy joven y a superar crisis de toda naturaleza. A todas logró dar respuesta y de todas salió indemne, guiando con mano suave pero firme a su pueblo: desde tormentas familiares hasta situaciones límite que, en numerosas ocasiones, en estos últimos 70 años, han puesto al mundo al borde del abismo.
Adiós a una figura irrepetible
El fallecimiento de la soberana ha sumido a Inglaterra y al mundo entero en una auténtica conmoción. La muerte de Isabel II supone la desaparición de un símbolo con una dimensión fuera de lo común. Su tremenda presencia institucional y política, su preeminencia religiosa como líder que era de la Iglesia Anglicana y su dimensión social y cultural ha vertebrado la vida de la vieja Europa y del resto de actores mundiales durante los últimos casi tres cuartos de siglo.
'Enterró' en el sentido literal a su marido, el también longevo Felipe de Edimburgo, a su nuera Diana, madre del heredero de la Corona cuando Carlos III fallezca y 'enterró' políticamente nada menos que a 15 primeros ministros: Margaret Thatcher, John Major, Tony Blair, David Cameron, Theresa May o Boris Johnson, entre otros, mientras ella permanecía, como una roca, tal y como la acaba de definir la nueva primera ministra
'The Queen', la película: la historia verdadera
Nada mejor que el cine para acercarse al análisis certero de figuras y períodos históricos que desde la gran pantalla se entienden mejor. Para comprender la dimensión de Isabel II recomiendo siempre la película The Queen, en la que una magistral Helen Mirren encarna a la soberana, líder política y cabeza visible de su clan familiar.
En esta cinta se contienen numerosas enseñanzas sobre el funcionamiento de los mecanismos del poder y sobre los estilos de liderazgo que permiten gestionar incluso las crisis más complejas.
La historia de la película tiene lugar a partir de la muerte de Diana de Gales el 31 de agosto de 1997, en un accidente de tráfico sobre el que pesará para siempre un gran halo de misterio. Era público el sentimiento de antipatía mutua que ambos personajes, la Reina y Diana Spencer, se profesaban, y el enfrentamiento entre los valores tradicionales, que la primera representaba y un sentido de la modernidad que encarnaba la exesposa del nuevo Rey, Carlos II de Inglaterra. La forma de actuar, de comportarse, de vestir y las causas que abanderaba esta última suponían, semana sí y semana también, un quebradero de cabeza casi insoportable para Isabel II. Así fue hasta el 1 de septiembre de aquel fatídico 1997, día en el que la soberana se despertó con un clamor popular que no esperaba: el de un pueblo que parecía haber dado la espalda a su reina para coronar a una mártir, a la ya, para siempre, 'Princesa del Pueblo'. La Reina, con el instinto que siempre la caracterizó, supo leer -con la ayuda indispensable de su entonces premier Tony Blair- aquella corriente de opinión que lo inundaba todo y que amenazaba con llevársela por delante y actuó como lo que era, como una experta líder política.
Un ejemplo único de liderazgo
Isabel II supo aplicar de manera natural máximas que se enseñan en las mejores escuelas de liderazgo del mundo. Obvió a los consejeros 'Yes Men', 'Sí Señor' diríamos en castellano. y escuchó a quienes, con Blair a la cabeza, le dibujaron la realidad tal cual era. Se dio cuenta a tiempo y pudo evitar el desastre. Adoptó una flexibilidad de la que hasta entonces había carecido y se "rebajó" incluso a llevar flores -como una ciudadana más- a la heroína fallecida, una‘plebeya al fin y al cabo, algo que le hubiera resultado impensable apenas unos días antes a quien era una de las personas más influyentes y poderosas del mundo.
La lección es evidente: como líderes, es posible que nunca tengamos que hacer frente a una crisis tan extraordinaria pero ya vemos lo importante que es mantener el contacto directo con la realidad, saber leer correctamente la situación, estar abierto a escuchar a nuestros equipos de asesores y actuar con rapidez, firmeza y decisión.
En la resolución de aquel monumental callejón sin salida, Isabel II demostró, además de su extraordinario sentido del deber, una humildad pareja con una seguridad en sí misma fuera de lo común. Y encarnó como nadie lo que significa salir de la propia zona de confort: una reina conservadora, como ella era, fue capaz de caminar más allá de los límites es la precaución y de esa comodidad. Una mezcla a partes iguales de visión estratégica, respeto -y autorrespeto- y autoconfianza, adobaron las cualidades de una personalidad irrepetible.
Se cierra el telón del viejo mundo
Vivió, a pesar de todo lo expuesto y del descrédito de numerosos escándalos familiares, con el cariño y el fervor patriótico de su pueblo. Fue aclamada en los momentos más difíciles -todo un arte- y fue capaz de superar actitudes anacrónicas y desfasadas de unas monarquías a las que, ella como nadie, supo acomodar a los nuevos tiempos.
Isabel II trabajó siempre para mantener incólume el orgullo de los británicos y pastorearlos, en el mejor sentido de la palabra, en el ideal de la identidad patriótica, de la tradición y del orgullo de sentirse integrantes de una gran nación. Por todo ello merece ser recordada, porque nadie muere mientras su memoria se perpetúe en nuestros corazones.
Por todo ello, hoy más que nunca, un republicano irredento como yo pero profundo admirador de esta gran mujer, sobrenada y líder de su pueblo, le deseo un eterno descanso y grito con todas mis fuerzas: ¡God save the Queen!
Ni se llamaba Isabel, ni nació en Buckingham, ni nació como heredera al trono de Inglaterra. En realidad se llamaba […]La figura de Isabel II de Inglaterra siempre ha producido en mí una fascinación especial. Abordo este humilde obituario con un temblor especial: el de ser testigo privilegiado de un paso de página trascendental en este nuevo mundo en el que, más que nunca ya tras la pandemia, estamos instalados.