La Corona británica ha sido durante casi dos siglos el referente para todas las monarquías parlamentarias europeas. La época victoriana coincidió con el cénit del poder del Reino Unido; por contra, la segunda era isabelina se ha desarrollado en pleno declive militar y económico del imperio.
Sin embargo, Isabel II, como bien recordaba en su artículo La reina que salvó a la monarquía y marcó una era Ana Polo Alonso, ha librado a la Corona del desastre en sus momentos más críticos. Ahora, con la llegada al trono de su hijo, Carlos III, el régimen afronta su reto más difícil. Lo que ocurra en Reino Unido tendrá repercusión en el resto de las monarquías europeas, algunas de ellas, como la española, en situación muy delicada. Los ojos de Zarzuela seguirán muy de cerca lo que ocurra en Buckingham Palace.
La cuestión que se dirime ahora es si una institución que se basa en la herencia y no en el mérito tiene sentido en el siglo XXI. De hecho, la mayoría de los jóvenes, tanto en Reino Unido como en España, ven a la monarquía como una antigualla, una rémora del pasado.
El misterio que rodeaba a los reyes no hace mucho tiempo se ha desvanecido. La transparencia también ha llegado a los palacios. Algunas películas, como The Queen (Stephen Frears, 2006), o la serie The Crown (Peter Morgan, 2016), cuya última temporada se estrenará el próximo mes de noviembre, muestran de forma cruda una realidad que nada tiene que ver con la pompa y la majestuosidad con la que eran percibidos los monarcas en otro tiempo. Los reyes no son tales por derecho divino, son personas de carne y hueso, y, por tanto, la institución que representan sólo tiene sentido si demuestran su utilidad.
Si Isabel II sigue siendo a su muerte probablemente la persona más popular de la Commonwealth no es por su empatía o su brillantez, sino porque ha sido fiel durante los 70 años de su reinado a unos valores que se identifican con la tradición y la unidad. Un símbolo en el que muchos británicos dicen reconocerse.
En un mundo cambiante, acelerado, falto de referentes y cada vez más polarizado, Isabel II es la imagen, tal vez nostálgica, de una historia de la que los británicos se sienten orgullosos. Una de las personas que se agolparon a las puertas del Palacio de Buckingham, preguntada por un periodista, decía en la mañana del viernes: "Ella siempre estuvo con nosotros". Parece contradictoria esa sensación de cercanía respecto a una reina distante, fría, tan consciente de su responsabilidad que siempre se vio a sí misma por encima del pueblo, nada que ver con la actitud de Diana de Gales. Pero no es así, lo que está fuera de toda duda es que Isabel II ejerció siempre su papel pensando en el Reino Unido, por encima de la ideología, por encima de los partidos políticos, a veces contra la opinión de sus primeros ministros.
Lo único que puede salvar a la monarquía, en Reino Unido y en España, es que el pueblo vea en el rey la base sobre la que se asientan valores como la unidad de la nación, la tradición y la neutralidad, que sitúa al monarca por encima de las disputas partidistas
Liz Truss, la primera ministra británica a la que recibió en audiencia en Balmoral unas horas antes de morir, la ha definido como "la roca del Reino Unido moderno". La elección del término está bien elegida: una roca es algo sólido, inamovible, seguro. El presidente francés, Emmanuel Macron también ha escogido con cuidado sus palabras para despedirla: "Ha encarnado la continuidad y la unidad británica durante más de 70 años". Continuidad, unidad. Felipe VI ha dicho: "Era un ejemplo para todos nosotros". Ejemplaridad. Hasta el líder laborista, Keir Starmer, resaltó el viernes en la sesión especial de la Cámara de los Comunes el papel unificador de la reina: "La pérdida de nuestra reina roba a nuestro país su pilar más firme"
La continuidad de la monarquía como régimen está ligada, por tanto, a que se la perciba como una garantía para la unidad de la nación, la tradición, la historia y por su papel moderador, por encima de partidismos.
Isabel II pudo superar su desencuentro con Lady Di, a la que maltrató, los divorcios de tres de sus hijos y numerosos escándalos familiares gracias a que el pueblo británico la vio como un icono, siempre dispuesta a defender aquello que formaba parte de la esencia del ser británico. Incluso, aunque eso significara ir a una guerra.
El desafío para su hijo, coronado como Carlos III, es precisamente ese. ¿Cuál será su hoja de ruta para convertirse el también en una roca, aunque sea con sus propias creencias, con su propia idiosincrasia? Con su gestión se juega el prestigio y el futuro de la Corona más arraigada del mundo. Ese desafío es el que ha asumido en España Felipe VI, con dificultades no menores (la principal, la vida nada ejemplar de Juan Carlos I, retratada de forma cruda en la serie Salvar al Rey, de HBO).
La continuidad de la monarquía como forma de Estado corre serio peligro. Confundir el papel que debe jugar el rey en una sociedad moderna es la mejor forma de empujarle hacia el abismo. La Constitución española marca unas líneas maestras claras y suficientemente concisas. Lo que en el Reino Unido es consuetudinario, aquí está escrito en la Carta Magna. Felipe VI tiene que ser también esa roca sobre la que se asienta la unidad de la nación, el orgullo de nuestra historia, con una posición firme por encima de la confrontación partidista. Pretender convertir a la familia real en una "familia progre" o "ultra" es dispararle al corazón de la institución.
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