Don Juan Carlos ha sido invitado al funeral de la prima Lillibet, o sea Isabel II, última reina de imperios como si fuera una reina de dragones. Isabel II, que vio pasar a seis papas, parece que ha muerto en otro siglo o incluso en varios siglos, todos los siglos de carrozas de mazapán, mapas con candelabro y castillos colgantes en los que vivió. Isabel II compartía con el Emérito a la bisabuela Victoria, epítome del imperio inglés y de sus narices fruncidas como polisones. Pero, además, seguramente don Juan Carlos es ahora el único rey que queda viviendo en ese siglo de reyes de canastilla y armón. Después de la muerte de la prima Lillibet, don Juan Carlos parece el último de su especie o de su era, como un mamut cojo que anda entre vivo, congelado, disecado o museizado, una especie de rey de Damien Hirst. Don Juan Carlos asistirá al funeral, cree uno, para que se vea no sólo que sigue siendo rey, sino el último rey verdadero entre reyes republicanos, aplebeyados, coreográficos, reyes blandengues que diría el Emérito como un Fary de los reyes.
Don Juan Carlos era nuestra reina de Inglaterra en versión de cinco duros, lo que pasa es que Isabel II no se fue nunca al bingo de los reyes, como el Emérito. Se suele decir que en la Gran Bretaña eran más isabelinos que monárquicos, justo como aquí se decía que éramos más juancarlistas que monárquicos. Pero uno no se cree eso de que por allí no sean monárquicos, que hasta Cromwell era monárquico en el fondo, a su manera (no dejaba de querer un rey con parlamento y un parlamento con rey, aunque para eso hubiera que matar al propio rey, afeitarle con hacha, a la altura del cuello, la barbita de rey de baraja). Aquí, sin embargo, la gente sí fue juancarlista, que era sólo una manera fetichista de asimilar lo que estaba pasando, esa democracia como forastera que no se entendía del todo (algunos siguen sin entenderla) y esa monarquía como de platea que tampoco gustaba del todo.
Isabel II encajó bien en su monarquía como algunos bebés encajan en su bordado, quiero decir que no tuvo que construirla, que allí sería como construir las montañas, sino que sólo le prestó su carácter de feminidad fría e inteligente, laboriosa y sosa, floral y equidistante (o cruel), más algo de modernidad, siquiera una leve modernidad de bombilla eléctrica en un mundo de luz de gas. Don Juan Carlos sí tuvo que construir la monarquía constitucional, tanto que terminó creyéndose rey de baraja, Rey Sol con soles de oros de las siete y media, y un poco dueño de todo esto como el dueño de la tasca del pueblo, también con modales y mozas de tasca.
Juan Carlos era más rey antiguo que los monarcas que daba la antigua monarquía británica
La prima Lillibet sólo se encargaba de conservar la tradición en su pequeño bolsito y de sacarla a pasear de vez en cuando, haciendo de embajadora con mosquitera o de superabuela del pueblo (más que de la familia), y yo creo que su importancia se ha exagerado con el tiempo, como si detrás de Churchill o de Thatcher estuviera ella con el mazo, cuando sólo estaba con la bandeja de té. Ya no había imperio, la reina sólo hacía de floricultora de palacios y de animadora de la Commonwealth, por mucho que eso fuera lo único que seguía recordando al imperio. Sin embargo, aquí, Juan Carlos I aún salía con uniforme de borlas y pasamanería, con vellocino de bandera, parando ejércitos y golpes de Estado. Era más rey antiguo que los monarcas que daba la antigua monarquía británica, y quizá por eso Isabel II terminó sólo en icono pop y don Juan Carlos terminó en rey libertino, fernandino y latino.
Isabel II fue la última reina con imperio de sellos, pero Juan Carlos I fue el último rey con derecho de pernada, y eso lo convierte como en rey de reyes. Don Juan Carlos, Fary de los reyes, quizá no se parece tanto a la prima Lillibet, o se parecen y no se parecen, según se mire. Los dos eran lo que quedaba de los imperios del Antiguo Régimen trasplantados al siglo XX todavía en una trabajosa mudanza de carruajes y soperas; los dos eran esa corona de tradición, formaldehído, genio y personalismo que aún competía en política con los políticos y en popularidad con los roqueros. Pero en Gran Bretaña no había que agradecerle a la reina la democracia, si acaso se le agradecía algo de ternura, que no tuvo mucha (a veces pareció otro guardia del palacio de Buckingham u otro perrero de Balmoral). Aquí, sin embargo, se diría que don Juan Carlos tenía que cobrarse en pelucos y vedetes la democracia que nos trajo.
Don Juan Carlos ha sido invitado al funeral de la prima Lillibet, o sea Isabel II, que hay entre la familia real británica y la nuestra un parentesco largo, cercano y hasta enemigo, como entre las potencias imperiales de la Primera Guerra Mundial. De momento, el rey emérito ha confirmado su asistencia, con lo que también tendrá que ejercer ese parentesco largo, cercano y enemigo con su propio hijo, Felipe VI, que intenta ser un rey del siglo XXI y no de ópera turca. La cosa estará tensa, sin duda, incluso por parte del nuevo rey de Inglaterra, Carlos III, que quizá sólo ha heredado de su madre el juego de escritorio, ese tinterito que mandaba retirar como se manda retirar a una criada. Hasta él se dará cuenta de que no es nadie al lado de la legitimidad de esa Monarquía con mayúscula y con gota, de esa tradición de la Monarquía verdadera como la tradición del pantalón apretado, todo lo que representa don Juan Carlos, Fary de los reyes. Lo mismo, al verlo allí, Carlos III abdica, entrega la espada y el cojincito y nos hacen al Emérito rey de Inglaterra. Cualquiera lo aguanta luego por Sanxenxo.
Don Juan Carlos ha sido invitado al funeral de la prima Lillibet, o sea Isabel II, última reina de imperios como si fuera una reina de dragones. Isabel II, que vio pasar a seis papas, parece que ha muerto en otro siglo o incluso en varios siglos, todos los siglos de carrozas de mazapán, mapas con candelabro y castillos colgantes en los que vivió. Isabel II compartía con el Emérito a la bisabuela Victoria, epítome del imperio inglés y de sus narices fruncidas como polisones. Pero, además, seguramente don Juan Carlos es ahora el único rey que queda viviendo en ese siglo de reyes de canastilla y armón. Después de la muerte de la prima Lillibet, don Juan Carlos parece el último de su especie o de su era, como un mamut cojo que anda entre vivo, congelado, disecado o museizado, una especie de rey de Damien Hirst. Don Juan Carlos asistirá al funeral, cree uno, para que se vea no sólo que sigue siendo rey, sino el último rey verdadero entre reyes republicanos, aplebeyados, coreográficos, reyes blandengues que diría el Emérito como un Fary de los reyes.
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