Prevenía en alguno de mis artículos anteriores de que nos esperaría un otoño caliente, plagado de paguitas, cheques y anuncios electoralistas que intentasen recomponer la maltrecha imagen de un Gobierno que desde sus inicios solo existe para autoalimentase y sobrevivir rodeado de palabrería vacua y contradicciones y de una oposición ávida de capitalizar su ascenso.
Como era de prever, la cercanía de elecciones y la inesperada resurrección del PP con su apóstol Feijoo han despertado a la bestia de las regalías, el sectarismo y la improvisación.
Así, aparentemente sin más análisis que el de la ideología, este gobierno es capaz a golpe de decreto de crear leyes, impuestos o lo que se tercie de manera on-line, en tiempo real, en respuesta a anuncios de otro partido, noticias aparecidas en los medios o debates de tertulianos que socaven su ambición electoral. Ora se trata de bajar el IVA del gas, ora regalar los cercanías, ora de crear un impuesto a los "millonarios" (millonarios de 150.000 euros).
Incalificable. Es la única palabra que me viene a la cabeza cuando pienso en la ligereza aplicada, la superficialidad de los argumentos explicativos de estas ideas que acaban metidas en nuestros bolsillos, con la que está cayendo. Porque todo ello lo pagamos nosotros y ahora se está viendo con nuevos impuestos o con recargos en el recibo de la luz ahora llamado "ajuste tope del gas".
La de esta semana, y no será la última, es la idea del impuesto a los ricos, rechazada solo hace unos meses por este mismo gobierno con la que todos los ministros se han lanzado a evangelizarnos pertrechados tan solo de un par de líneas de texto que dicen otra vez: "Es momento de arrimar el hombro y que paguen más los que más tienen para ayudar a los más vulnerables”, Bolaños dixit.
Con estas afirmaciones no explican la naturaleza escasamente recaudatoria y si muy ideológica de este nuevo invento, sino que tan solo profundizan en el sectarismo de quienes pretenden dividir artificialmente en dos a España: la de los ricos con el puro, insolidarios y mangones, y la España vulnerable y vulnerada por los anteriores y así abultar su cartera electoral. Pues bien, no es cierto ni lo uno, ni lo otro.
Contra la desigualdad no se lucha solo con pagas y subsidios, ni siquiera con impuestos; se lucha mejorando la educación, protegiendo el tejido empresarial, con competitividad, creando condiciones atractivas para la inversión"
En España hace mucho ya que pagan más los que más tienen, mucho más, diría yo. Vayamos a los datos:
El tramo estatal del IRPF, definido y controlado por el Gobierno, define como tipo mínimo el del 19% aplicado a las rentas más bajas de hasta 12.450 euros anuales. Es decir, que aquellos que estén en el tope sin beneficiarse de bonificación alguna pagarían al año unos 2.365,5 euros de IRPF. Por contra, aquellos que se encuentren en el tramo máximo del 47% por tener ingresos superiores a 300.000 euros abonarían, caso del umbral inferior y en las mismas circunstancias, 141.000 euros, es decir, 84.000 euros más que lo que hubiesen pagado de haberles aplicado el tipo mínimo. ¿No es esto pagar más quien más tiene?
Por otro lado, ¿de verdad alguien en el siglo XXI llama millonarios o ricos a aquellos que ganan más de 150.000 euros al año? Llamen verdaderamente ricos a aquellos que en ningún caso son sujetos del IRPF, que afecta principalmente a los asalariados por cuenta ajena y autónomos, y luchen contra el fraude y contra la economía sumergida, por donde se escapan miles de millones.
Son peligrosos los tambores electorales y conviene que seamos consciente de ello. Muchos de los desmanes cometidos y por cometer en aras de un posicionamiento electoral beneficioso de unos y otros. Y más peligrosas son aún sus consecuencias cuando, llegado el momento y con Europa tras nuestros talones, (esa Europa que es a la vez castigo y salvación) llegue irremisiblemente el momento de deshacer gran parte del errático camino andado acabando con pagas, subvenciones y ayudas. Será el momento, entonces, de que los mismos que crearon el problema llamen a la movilización y quieran sacarnos a la calle para luchar contra la desigualdad que ellos mismos crearon. Porque contra la desigualdad no se lucha solo con pagas y subsidios, ni siquiera con impuestos; se lucha mejorando la educación, protegiendo el tejido empresarial, fomentando la competitividad de las empresas, creando condiciones atractivas para la inversión y apoyando que se genere empleo de calidad y con mayores y mejores salarios.
Esto lo han entendido países como Portugal que con un gobierno claramente de izquierdas ha apostado, como ahora va a hacer Reino Unido, por bajar impuestos, atraer inversión, fomentar la localización de talento y la inversión en su territorio. Y así les va. ¿Quién no ha oído hablar del milagro portugués en los últimos años? Una estrategia cuyo epitome es Irlanda que construyó su futuro y lo mantiene contra viento y marea apostando por las empresas guiadas por la baja fiscalidad que han permitido multiplicar el empleo, subir sus salarios y convertirse en un motor de la economía para el disgusto y pesar del resto de países de Europa. Porque lo que hacen hoy nuestras autonomías no es otra cosa que lo que viene haciendo los Estados de Europa desde hace años.
Además, la caridad bien entendida empieza por uno mismo, nos recuerda el refranero y así, es el Estado el primero que debe arrimar el hombro antes de reclamarnos más esfuerzo. Es urgente en mi opinión una reforma y simplificación del Estado, una redefinición del estatuto de los funcionarios que la modernice y apueste por la calidad y la productividad en la función pública. España está plagada de edificios ociosos y de despachos vacíos consumiendo electricidad mientras cientos de miles de funcionarios han decidido teletrabajar; es hora de liberar suelo y ladrillo. España es un país con más funcionarios que Alemania o Italia proporcionalmente por no hablar del que más ministros y ministerios tiene.
Hay españoles, muchos creo, que piensan que el dinero debe estar en manos privadas siendo el Estado de manera subsidiaria el garante de la equidad y la justicia en la distribución de la riqueza, pero no un ente centralizador que absorbe los recursos y luego los distribuye a su antojo guiado de sus criterios políticos en el mejor caso y electoralistas en los momentos en que vivimos. En definitiva, hay otros modelos que abogan por un Estado más pequeño y menos intervencionista.
En tiempos de mudanza e incertidumbre como los actuales es más necesaria que nunca la reflexión profunda, el pragmatismo y luces largas, planificando el impacto de las medidas y decisiones que se toman en el medio y largo plazo y por supuesto el consenso y el acuerdo y no en la división. Es tiempo de reformas para una nueva era y no de parches y componendas para volver a la anterior.
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