Vox quiere tener algo así como su fiesta del PCE, esa tradición de salir una vez al año a cambiar o a conquistar el mundo con el salchichón y la charanga, en descampados iluminados por la Verdad y un hermoso sol de tortilla y soledad. En aquellos escenarios, con algo de estrado y de tómbola, activistas con el puñito agarrotado en piña piñonera, cantautores con flecos y quena, diputados con bigote proletario o sindicalistas con pañuelo eterno, como una viuda del trabajar, le gritaban al mundo, que no se enteraba mucho nunca, claro. Pero ellos se iban de allí con una sensación de revolución y largo día de playa, satisfechos y con el calcetín lleno de arena como un botín robado al capitalismo. Los cuatro de siempre, como feriantes de la revolución, eran el pueblo, la esperanza, la lucha y la victoria, allí con sus patatas fritas y su chapita. Vox, que es como el gemelo especular de esta gente, también es así, folk, fiambrero y subversivo de domingo de zoo. Gritan al mundo pero el mundo sólo les responde con un viento que les trae viejas glorias y les vuela la tapa de arriba del bocata.

Los de Vox quieren fiesta, salir al menos un día a sentir que cambian y conquistan el mundo con un panfleto y un abrebotellas

El festival de Vox, fiesta de gigantes y cabezudos, mercado medieval de espadones y requesón, remix rave de Amo a Laura o verbena apocalíptica, quizá es lo único que tienen cuando el partido ya se va quemando entre las fugas, las purgas y la realidad, que es lo que les pasa a todos los populismos. Ya sólo les queda el folclore, que ellos no trajeron un grupo de flautas andinas pero sí a unos como Village People de frailes, toreros, conquistadores y reyes de don Heraclio Fournier para hacer un teatrillo. Esas glorias de España, así como en museo de cera vivo, en panoplia de asador o en tren cervantino a Alcalá, no sólo parecían el índice de la Enciclopedia Álvarez sino que, sobre todo, no son un análisis ni una solución de nada. Eso de hacer hinchada histórica con pechera imperial, plumaje de alabardero y huevo de Colón no parecía ni orgullo ni patriotismo, parecía un refrito para guiris, un refrito de toreros e inquisidores para guiris. O sea que Vox concibe al español un poco como cliente de paella histórica, así que le da mucha paella barata, golosa y travestida, como de restaurante de Plaza Mayor con los camareros vestidos todavía como de barbero antiguo.

Ya digo que a Vox apenas le queda el folclore, así que trae una historia folclorificada a la que se arrima políticamente como un alcalde se arrima a una fallera. Pero la historia no es una decoración de tu mesón, ni una banda de música, ni una platea de muertos que aplaude tu barbita de bucanero de despacho y de barquito de botella, ni viene a bendecir tu ideología con un curita limosnero, ni te otorga razón ni grandeza por citar a Alfonso X, ni virilidad por acordarte de un torero que parece Mortadelo disfrazado de torero. A mí todo el teatrillo me evocaba una venta de abanicos o botijos a guiris, más cierta melancolía o apocamiento de aficionado a los soldaditos de plomo, esa gente que siente que gana las batallas de los siglos y las civilizaciones en su cuarto, que siente que le agradecen y ofrendan a él toda la gloria hispánica a la hora del café con galletas, y eso a pesar de ser, o justo por ser, sólo un estanquero o un marino mercante.

Coger para ti toda la gloria de la historia más o menos gloriosa, como el que le roba el espadín a un señor del Greco, es un truco que ya hemos visto muchas veces y nunca tenía que ver con el interés por la historiografía ni la pedagogía, sino con la intención de crear una identidad anterior o superior al Estado cívico, o sea al Estado civilizado, para imponerse a él. Es justo la idea joseantoniana de la patria. Abascal no pudo evitar citar a José Antonio, aunque fuera en unas palabras como de santo (elegirle a un fascista unas palabras de santo también es un truco muy viejo). Pero más importante que la cita era el puro ambiente joseantoniano, de patrioterismo reventón, ferruginosidad de Tizona y “unidad de destino en lo universal”. El primer punto del manifiesto de la Falange hubiera sido una cita mucho más pertinente en la fiesta de Vox: “España no es un territorio. Ni un agregado de hombres y mujeres; España es, ante todo, una unidad de destino; una realidad histórica; una entidad, verdadera en sí misma”.

El festival de Vox, la paellada de Vox para una gente apaellada, la excesiva fiesta de todos los tristes, el manso ruido que gusta a todos los salvadores. Igual que en aquellas fiestas del PCE solía acompañar la presencia flotante o libresca o sobrenatural de Lenin o Castro, con algo de zepelines comunistas, Vox trajo mensajes del más allá de Meloni, Orbán y hasta de Trump. Meloni no es una liberal, ni una conservadora, ni una estrella de la tele que se hace la graciosa como la Cicciolina, sino que se considera “posfascista” sin más paños calientes. Orbán está ya más allá de los calificativos de extrema derecha, donde ya sólo huele a correaje. Y Trump es como la distopía viva que estuvo a punto de acabar con Estados Unidos vestido de Columbia de cabalgata. Vox sólo tiene folclore y estos angelitos de la guarda, pero quiere su fiesta, a lo mejor sólo tiene la fiesta, porque a ellos no les va como en la Italia caótica, en la Hungría putinesca o en la América desguazada.

El festival de Vox, con la historia de chirigota, con José Antonio Primo de Rivera como Marcelino, pan y vino, con unos Objetivo Birmania cayetanos cantando que “vamos a volver al 36”, con Meloni intentando convencernos de que se puede hacer posfascismo posibilista… Los de Vox quieren fiesta, salir al menos un día a sentir que cambian y conquistan el mundo con un panfleto y un abrebotellas. Le gritan mucho al mundo pero el mundo, o al menos España, que va aprendiendo de los populismos y de la realidad, que va recordando la historia no en museos del vestido sino en ruina y horror; el mundo o España, decía, no se entera mucho de lo que gritan. Ellos, sin embargo, se van de allí con esa sensación de victoria de Lepanto en el muñón, con el sol de tortilla como una condecoración y con la urgente soledad del que pinta soldaditos de plomo. Gritan al mundo, pero el mundo sólo les responde con un viento que les trae sellos viejos y les vuela la boina gloriosa.

Vox quiere tener algo así como su fiesta del PCE, esa tradición de salir una vez al año a cambiar o a conquistar el mundo con el salchichón y la charanga, en descampados iluminados por la Verdad y un hermoso sol de tortilla y soledad. En aquellos escenarios, con algo de estrado y de tómbola, activistas con el puñito agarrotado en piña piñonera, cantautores con flecos y quena, diputados con bigote proletario o sindicalistas con pañuelo eterno, como una viuda del trabajar, le gritaban al mundo, que no se enteraba mucho nunca, claro. Pero ellos se iban de allí con una sensación de revolución y largo día de playa, satisfechos y con el calcetín lleno de arena como un botín robado al capitalismo. Los cuatro de siempre, como feriantes de la revolución, eran el pueblo, la esperanza, la lucha y la victoria, allí con sus patatas fritas y su chapita. Vox, que es como el gemelo especular de esta gente, también es así, folk, fiambrero y subversivo de domingo de zoo. Gritan al mundo pero el mundo sólo les responde con un viento que les trae viejas glorias y les vuela la tapa de arriba del bocata.

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