Al profesor de violín barroco del Conservatorio de Castellón lo han despedido por no tener el título de valenciano, valenciano barroco supone uno, o valenciano violinístico quizá. En cualquier caso, el valenciano contrapuntístico y churrigueresco que hará falta para tocar el violín con el beneplácito de algún Bach valenciano de consejería. El profesor, el madrileño Ángel Sampedro, que yo creo que ya nació barroco como un querubín o una menina, es uno de estos pioneros o puristas de la música barroca y antigua aquí en España, místicos del sonido desromantizado y desvibratizado y amantes de la cuerda de tripa como un cabello de una musa. Pero ni su currículo, que viene de capillas de Flandes y orquestas luisinas, ni tampoco su pinta, que viene directamente de algún ventanuco de Rembrandt, sirven en aquel conservatorio donde el violín, antes que barroco y antes que violín, es valenciano como una traca. O sea, que admitirían antes a un violinista de paelleras que a un violinista del barroco madrileño, que es un barroco pobre y digno como parece este profesor algo velazqueño.
El violín barroco no se entiende sin el valenciano como no se entiende sin Corelli o sin Cremona, y eso lo saben bien esos burócratas de la musicología que hay por allí entre el casticismo socialista y el nacionalismo de la izquierda indígena, que forman, por cierto, como un coro monódico y claustral. Además, el violín es un instrumento muy elitista, es como un meñique aristocrático al lado de esos grandes guitarrones del pueblo que tienen más aspiraciones de cazuela que otra cosa, no como el violín, que sólo tiene aspiraciones de capitel. El violín, instrumento que viene ya con la peluca puesta, sólo podría salvarse en tanto que violín valenciano o castellonense, acroquetándolo o abandurriándolo, pasándolo por el pueblo, por el idioma, que es más importante que pasarlo por las manos de un buen violinista empingorotado de violín como de gorguera. Tan poco importa el violinista que el puesto de Ángel Sampedro se lo han dado a una profesora de viola, carne de chistes de violas, como saben todos los del gremio.
El violín barroco no se entiende sin el valenciano como no se entiende sin Corelli o sin Cremona, y eso lo saben bien esos burócratas de la musicología que hay por allí entre el casticismo socialista y el nacionalismo de la izquierda indígena
En Castellón no quieren el violín barroco ni al madrileño barroco que lo lleva como un cántaro de Zurbarán, y uno en realidad lo entiende. El violín se vuelve barroco cambiando el arco, las cuerdas, un poco la técnica y un poco los vicios de virtuoso o de cíngaro que enseguida le salen al violinista. Allí sin duda han pensado que, igual, el violín barroco también se puede volver violín nacionalista cambiando el idioma y puliendo un poco de zapateado español en el instrumento, porque seguro que hasta a un violinista barroco de Madrid le queda algo de Sarasate dentro de su violín, un poco caja de limpiabotas siempre. Así saldría un violín valencià, que a lo mejor nadie sabe muy bien qué es salvo un violín que enseña una profesora de viola, un violín descordado por el idioma y por la digitación que hace patria como un violinista en el tejado. Pero tampoco sabe nadie a ciencia cierta cómo se tocaba en el barroco, a ver.
En Castellón son muy conscientes de este asunto de la asimilación musical, donde no sólo están en juego las partitas de Bach sino la misma paz. Quiero decir que no les preocupa tanto la situación de un violinista colono, que viene con su barroco contaminante y su internacionalismo de mil leches, como que ese violín barroco pueda integrarse en la cultura valenciana. Lo mismo el violín y el violinista luego siguen queriendo ser barrocos, con su apoyo en el pecho y con sus puntillos que son dobles, o sea que ahí tenemos ya otra vez el conflicto. Todo esto no tiene que ver con el título de valenciano, sino con intentar que no se nos acharnegue el violín, ahí en su gueto de violines barrocos, un poco acomplejados siempre ante las cátedras de esos instrumentos que dan verdaderamente el idioma y la cultura, o sea el pandero, la botella de anís con cucharilla y las dulzainas valencianas, o algo así.
En Castellón han sido valientes acabando con esa anarquía de los músicos, con ese tipo de profesor de violín de toda la vida que, en realidad, ni siquiera hablaba español, sino esa jerga internacional tan musical hecha de alemán, italiano, canturreo y mímica de Charlie Rivel. De toda la vida, el profesor de violín no es que no pudiera ser madrileño, sino que tenía que ser por lo menos checo, de ahí para arriba, o el departamento te quedaba provinciano, sólo para bandas de música de la patrona. Yo recuerdo una clase magistral de Bretislav Novotny, primer violín del Cuarteto de Praga, al que no se le entendía mucho y a la vez se le entendía todo, pero que más que nada era checo, o sea que era ya como ajedrecista del violín sólo por eso. Lo que pasaba en realidad es que esta gente universalizaba el hecho musical, tanto que no importaba en qué idioma hablaba o canturreaba. Un peligro, o sea. Algo que sólo genera apátridas y flequillos beethovenianos y nos trae la muerte de la rica tradición musical de la tabla de lavar.
En Castellón han despedido a este profesor no por no tener el diploma de valenciano, sino por traer su violín salvaje, su violín vagabundo y sin arraigo, su violín que no quiere integrarse ni convivir, su violín que trae no sólo el amaneramiento sino el conflicto y quién sabe si la violencia, una violencia como de cristazos de violín, la Guerra de los 30 años de los violines. A ver si el barroco, ahora, va a ser más importante que la convivencia. Yo diría que era un violín constitucionalista, un violín incluso facha, que ya es rancio eso de ponerle cuerda de tripa, que suena a jamonera de Bertín Osborne o a surtido ibérico de José Manuel Soto.
El violín en Castellón no será barroco, a lo mejor no será ni violín en manos de una profesora de viola que creerá que tiene en las manos el Kamasutra, con tantas posiciones (un viejo chiste). Pero a quién le importa eso, el violín será valencià y así progresamos en la tolerancia. No, si un día la gente va a querer ir a los conservatorios para aprender música, y a la Universidad para tener carreras, en vez de para enorgullecerse o convencerse de lo que son. Y lo que no van a ser nunca es barrocos, háganme el favor. Un violín de paellera, como ese violín de lata de Les Luthiers, eso sí que sería progreso. Otro gran avance en cultura, libertad y derechos.
Al profesor de violín barroco del Conservatorio de Castellón lo han despedido por no tener el título de valenciano, valenciano barroco supone uno, o valenciano violinístico quizá. En cualquier caso, el valenciano contrapuntístico y churrigueresco que hará falta para tocar el violín con el beneplácito de algún Bach valenciano de consejería. El profesor, el madrileño Ángel Sampedro, que yo creo que ya nació barroco como un querubín o una menina, es uno de estos pioneros o puristas de la música barroca y antigua aquí en España, místicos del sonido desromantizado y desvibratizado y amantes de la cuerda de tripa como un cabello de una musa. Pero ni su currículo, que viene de capillas de Flandes y orquestas luisinas, ni tampoco su pinta, que viene directamente de algún ventanuco de Rembrandt, sirven en aquel conservatorio donde el violín, antes que barroco y antes que violín, es valenciano como una traca. O sea, que admitirían antes a un violinista de paelleras que a un violinista del barroco madrileño, que es un barroco pobre y digno como parece este profesor algo velazqueño.
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