A Alfonso Guerra no lo habían invitado al 40º aniversario de la victoria socialista del 82, que es como si no invitaran al cura a su misa. Seguramente el sanchismo piensa que Guerra y Felipe ya salen demasiado, se levantan mucho de su cama de encajes, como una aparición con vejiga inquieta, y encima sólo para atormentar. Era imposible prescindir de Felipe, pero con Guerra se podían hacer los despistados. Además, aunque Felipe tuvo el poder, la gloria, la guapura y uno diría que una época entera para él, para sus maneras y para sus niñeras, como una época victoriana del socialismo, lo de Guerra es diferente. En llamar a Alfonso Guerra hay todavía algo que se asemeja a invocar a espíritus, presencias, sombras con sus dedos tronchados por los candelabros. Guerra sigue siendo el socialismo purista, irredento y vengador, ese guerrismo atemporal frente a los renovadores y modernitos de todas las generaciones, todas las labias y todas las guapuras, de Felipe a Sánchez.
Alfonso Guerra, un poco Igor, un poco dulcinista, un poco arquitecto de catacumbas, un poco Mefistófeles con gafa gorda, no es tanto un personalismo o un personaje, como Felipe, sino una advocación de un socialismo primigenio a la izquierda del guapo, del cartel, de la rosa comestible del partido. Felipe tenía la presencia y la parla, pero Guerra tenía la teología y sus rayos, un miedo a los infiernos desplegados en retablo que él nos traía igual con su derechona que con su severa, fraternal y temible oposición al mismo felipismo. No era un miedo a él, sino a una ortodoxia flamígera de pureza y castigo, de secta primitiva, verdadera y fulminante del socialismo. Todavía, cuando nombran a Guerra, cuando nombramos a Guerra, se les posa y se nos posa encima algo como un ángel o un demonio socialista, con plumín, pergamino y verduguillo, entre la maldición y la sentencia, entre la pulla y la puya, entre duende guasón y juez definitivo con gafa de lupa. Yo sigo creyendo que, al lado de Guerra, Felipe sólo fue una especie de Justin Bieber del PSOE.
A Felipe, claro, no sólo lo han invitado porque sea su cumpleaños, sino porque es el cumpleaños como de una miss, aunque sea una miss vieja, con la corona como un bonete en lo alto del bouffant pasado de moda. Felipe también raja de este socialismo sin socialismo, de este partido sin partido, de esta España sin España de Sánchez, pero yo diría que a Felipe se le supone una frivolidad que nadie le supone a Guerra. Yo creo que, en el fondo, todos piensan que Felipe sigue siendo un ligón, un florero de la rosa perfumista del PSOE, como Sánchez, mientras que Guerra es el Cyrano feo, listo, afilado, mortal, pendenciero, con su nariz de epitafio, que siempre hubo detrás del personaje y de la historia. En Felipe todo queda un poco vanidad, floripondio, batallita, pavoneo de la Bodeguilla, barba prusiana y casco prusiano para el salón y para el cuadro, mientras que en Guerra todo queda como la lección de una institutriz, el latín de un cura o el crudo veredicto de un hacha.
Sánchez tiene algo de Dorian Gray, poderoso y frágil, guapo y agusanado
El PSOE de Sánchez es supersticioso, pienso que porque es en esencia mágico (Sánchez tiene algo de Dorian Gray, poderoso y frágil, guapo y agusanado), y seguramente a Guerra no lo invitaron porque era como invocar a Candyman o bajarte la ouija del desván, una manera tonta de tentar al destino. A Felipe no se lo pueden quitar de encima, como la historia, o como las “cuatro letras” del PSOE (Guerra dixit), aunque estas letras hayan culminado el destino más fantasmal de las siglas, o sea quedarse en los huesos pelados de sus palabras. Pero, además, yo creo que prefieren de lejos a Felipe, que parece una vieja gloria del circo o del ballet, con aura de tutú amarillo y tocador de ruló. Sin embargo, Guerra no ha dejado nunca su traje de saco, su capucha de monje, sus gafas de ver por dentro y su espadín fino, caligráfico y letal como un huso envenenado. Guerra sigue siendo el mismo Guerra, el guerrismo sigue siendo un purismo, no un oportunismo, y por eso Guerra sigue siendo, como siempre, más peligroso que Felipe.
A Guerra y Felipe no los separó Juan Guerra, ni aquel Mystère antecedente del Falcon que Sánchez maneja ahora como un globo recreativo de aristócrata ocioso. A Guerra y Felipe los separaron dos concepciones del socialismo, o una concepción del socialismo opuesta a lo que sólo era una jardinería de jardinero guapo de bonsáis. La verdad es que Guerra se fue y quedó el guerrismo, y también Felipe se fue y quedó el felipismo. Es más, la batalla entre el guerrismo y el felipismo llevó a esa contradicción que hizo que los guerristas apoyaran al modernito de Zapatero, todo por fastidiar no a Bono sino al felipismo que seguía campaneando en el campanudo Bono. Pero el felipismo seguía siendo sólo una manera de moverse, lo era en Susana Díaz y lo es ahora en Sánchez (el sanchismo es un felipismo). Lo de Guerra, sin embargo, era una manera de pensar, quizá pensar con la historia, con los antepasados, con la gorra de pana, con la gafa sudada o con el puñito llovido, pero pensar. Y una manera de pensar siempre es más difícil de extirpar que una manera de bailar sevillanas o tangos, que es lo que hacía Felipe con la gente y es lo que hace Sánchez.
A Alfonso Guerra, al final, sí lo han invitado, aunque el último, como a los ex, y aún no sabemos si lo taparán con una sábana, con un jarrón o con un meritorio. Yo creo que el felipismo que es el sanchismo aún se protege de la misma sombra de purismo o de coherencia, la sombra de Guerra. De Felipe en realidad no queda mucho, salvo este cumpleaños y Sánchez, que también está ahí sólo para celebrar sus cumpleaños en la Moncloa. Pero de Guerra queda todo, o sea queda la idea. Eso es lo que sigue intentando evitar el sanchismo, que le salga un guerrismo o algo parecido, un PSOE otra vez con sus cuatro letras o con varias voces. Y no iba a tentar tontamente al destino en un cumpleaños con farolillos y con ouija.
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