Los muertos no están en los cementerios, posando en su nube de mármol o firmes en su garita de muertos, sino que están por las calles, por las casas y hasta por los ministerios, que se han vuelto góticos y esqueléticos, como un castillo para un solo murciélago. No es únicamente por Halloween, esa noche hecha toda de tierra removida en que los muertos serios y alegres, nuevos y antiguos, verdaderos y falsos se van de cañas sin conciencia de estar fuera de lugar, igual que tunos. Es que en política ahora la moda es estar muerto vivo, arrastrarte cargando con tu partido o con tu alternativa como con un ataúd o un saco de miembros amputados; estar a punto de la tumba, o de la última transfusión, o de la última descarga, o haber regresado de ellas con arañas en la lengua y las gruesas cejas fritas. Uno ya sólo ve muertos vivos, Puigdemont, Arrimadas, Olona, la familia Podemos / Iglesias como una familia Addams con niñas escalofriantes y una coleta reptante con vida propia, y hasta Sánchez, que aún se bambolea abrazado a su monstruo de Frankenstein, entre la cripta y el clavelitos de mi corazón.

A mí me gusta Halloween, esa noche de muertos vivos, muertos de parranda, muertos que no saben que están muertos, muertos que vienen a buscarte aun con la cabeza descolgada y el zapato perdido, como cualquiera de nuestros colegas fiesteros. Me gusta más, al menos, que esa tradición nuestra de visitar cementerios como hospitales de muertos, que es como si los matáramos por segunda vez llevándoles las mismas flores de la enfermedad, la misma tristeza sin esperanza, la misma infusión falsa y lejana del sol de los vivos, colgando pálidamente sobre ellos como una bolsa de orina. Nuestro día de los muertos es una comodita de muertos cuidada por abuelas de comodita, es un museo de cerámica de muertos, una colección de teteras de muerto y de recuerdos toledanos de muerto. Nuestros cementerios políticos también son un poco así, están llenos de jarrones de china y de retratos de plata gruesa y confitera, que toda la Transición parece una repisa de comedorcito. A mí esto sólo me parece la manera más rápida de olvidarlos, a los muertos y a la política.

En política ahora la moda es estar muerto vivo, arrastrarte cargando con tu partido o con tu alternativa como con un ataúd o un saco de miembros amputados

Halloween, que no es modernito sino celta, y más gallego que yanqui, nos trae a los muertos vivos, nos trae a los muertos caminando, cantando y hasta supurando, no se limita a dejarlos metidos en un cajón de ropa de beata, ahí con olor a ajuar de piedra, ajuar inútil de solterona o de ángel. A uno esto de Halloween le parece mejor manera de tener a los muertos presentes y cercanos, así andando entre nosotros, salpicando cuajarones y espuma, y también de tenernos a nosotros avisados. Es un memento mori tremendo que venga un muerto a pedirte fuego con el esternón al aire, que venga una muerta a servirte la cerveza con el ojo colgando y la sangre del pescuezo encebollada, y también verse uno muerto o destripado de mercromina, en el espejo del baño como en el espejo del futuro. Sí, porque en nuestros cementerios, a poco que uno se despiste, sólo parece que se mueren frailes y periquitos. Como en nuestra política, vamos.

Los políticos muertos vivos también nos sirven para recordar y también nos avisan de lo que aún puede ser, son otro Halloween, la noche de muertos de todos los días, con aldabonazo de fantasma y reguero de ahorcado. Si dejáramos a Puigdemont enterrado en su hoguera vikinga de papel, a Iglesias en su mausoleo de cera de Lenin, a Irene Montero en sus éxtasis de monja de Bernini, a Olona o a todo Vox en su sepulcro del Cid, a Arrimadas en su cama fría de Annabel Lee, e incluso a Felipe González en su tumba de Carlos Gardel, se convertirían no ya en muertos egipcios o mitológicos, un poco confusos y un poco increíbles, sino en simples muertos de la abuela, esos retratos de muertos de la abuela que ya no se recuerdan, que ya no nos dicen nada, que podrían ser muertos del charlestón o del Oeste. Pero nuestros políticos muertos vivos están aquí, todavía, con la cadera desguazada, la margarita en la calavera, las falanges de plomo o un hormiguero en los ojos, hablándonos, llamándonos, olisqueándonos, espantando o causando melancolía, enseñándonos en todo caso la cruel radiografía del pasado o del futuro.

Los muertos no están en los cementerios, enterrados en madera y sol como en pianos blancos, sino que están por las calles, por las casas y hasta por los telediarios. No es sólo por Halloween, la noche de los muertos de licra y de la sangre de granadina. Es que están por aquí, reptando o aullando, penantes o vengativos, los que van quedando de los nacionalismos tribales, los populismos de la mugre o del cojón, las glorias fundantes y dudosas de nuestra partitocracia, el sanchismo vedetero y hasta la pobre Tercera España que nunca gana, que siempre muere con su suspiro y su pena de novia virgen. Aquí están nuestros políticos muertos vivos, con toda la ilusión de los vivos y toda la descarnadura de los muertos, los de izquierdas y los de derechas, los soñadores y los violentos, los listos y los torpes, algunos más muertos y otros más vivos, pero a los que vemos hablar sin lengua y vivir sin aire. Hasta Feijóo ha tenido su momento de vahído o túnel de luz. Eso sí, creo que nadie gana a Sánchez, que parece ya una vedete encontrada sobre su colchón, la boa rosa muy apretada en el cuello y los ojos congelados, entre el crimen y el selfi.

Macarena Olona presentará este viernes 4 de noviembre en Madrid su nueva plataforma. La exdirigente de Vox ha adelantado que […]