Irene Montero, que confunde las leyes con los antojos o con los tangos, no sólo ha llamado machistas, con mucho asco en la che, a los jueces que están aplicando la ley, su ley (su ley como su balón, que también en nuestra infancia era una ley eso de que el dueño del balón siempre manda). No, además les ha acusado de estar incumpliendo la propia ley, o sea de prevaricar. Montero, ministra de su recreo, con su ley como un té de muñecas peponas, no entiende que los jueces están obligados a hacer cumplir las leyes, no a diseñarle a ella pancartas, ni a decorarle tazas, ni a hacerle la pelota a la dueña de la pelota intentando adivinar qué le gustaría para la merienda o para su querido diario. Esa ley es una chapuza, una pingaleta escolar, una pintada de lavabo, una exigencia más de propaganda o de peineta que de justicia. Pero hasta las leyes chapuzas tienen que cumplirse. Si donde antes ponía un 8 ahora hay un 6, el juez no tiene ni machismo ni feminismo que meter ahí. Aunque todo sería más sencillo si la misma Montero lo juzgara todo, sin ley y sin jueces, sólo ella acompañada por muñecos de ventrílocuo, soldaditos de plomo y señoras Potato.

Sencillamente, no saben estar ahí, no sirven para estar ahí, o sea para gobernarse con leyes y para gobernarnos con leyes

Irene Montero, ministra que cree que la justicia es su pelota, su yoyó, su piruleta o su patada en la espinilla, no se da cuenta de que han hecho una ley que rebaja las penas a costa de agravar sólo las palabras y que se convierte en retroactiva porque beneficia al reo. No hay ahí margen para la interpretación ni para la venganza, si acaso sólo para la estupefacción, y es lo que intentaba explicar en Cuatro el juez decano de Melilla, Fernando Portillo, ante una Victoria Rosell que se había traído como única defensa una sonrisa siniestra, como una diadema de momia, que no le abandonaba. Las explicaciones eran inútiles, por supuesto, porque Rosell enseguida reconducía la evidencia jurídica a un debate pedagógico, poético o melodramático. Parecía torcer el derecho como si pilotara un coche con los dientes, con su sonrisa de camisa de fuerza. 

Lo que está pasando lo están explicando y sufriendo ahora los jueces, con ese fastidio del funcionario ante las cabriolas políticas, y ya lo advirtió hace tiempo el CGPJ, pero ya ven que se trata de una peña de machotes protegiéndose la picha como con patuco bajo la toga bordada. Yo no creo que todo se reduzca a que Montero y su ministerio, todo grafiti, se resistan a reconocer su metedura de pata, que es algo que, además de ser fatal para sus causas abstractas y sus plantillas para camisetas, les llega cuando se están jugando la pureza y el liderazgo de la izquierda. Yo creo que, sencillamente, no saben estar ahí, no sirven para estar ahí, o sea para gobernarse con leyes y para gobernarnos con leyes. No sirven para estar ahí como no servía Pablo Iglesias para su vicepresidencia, que no sabía qué hacer con ella y a mí me parece que se pasaba todo el día lanzando dardos a una foto de Florentino Pérez con servilleta de mesón, y por eso se aburrió tan pronto.

Estas leyes absurdas, contraproducentes, chapuceras o contradictorias no vienen por despiste, pereza ni desconocimiento, sino porque está intentando hacer leyes una gente que no acepta el concepto de imperio de la ley. Por eso ni siquiera sus propias leyes les sirven, por eso sus propias leyes les fastidian, no porque los jueces no las cumplan sino porque no están pensadas para ser cumplidas, sino para iluminar. Estas leyes, para ellos, son sólo manifiestos, no están hechas para que el juez dicte sentencia según su contenido, sino que necesitan un actor político que las imponga más allá de la letra y del derecho, que las imponga como verdadera moral pública, o sea con una justicia y unos criterios que nunca serán cuantitativos y objetivos sino cualitativos y arbitrarios. Por eso en el ministerio de Igualdad no se defienden con derecho (ni lo intentan), sino con églogas, estribillos y epitafios.

La ley del ‘sólo sí es sí’ es perfecta, por supuesto, si sólo juzga Irene Montero, allí desde su templete más allá de la ley, que es lo mismo que decir sin ley. O si al menos juzga gente que ha asimilado la moral pública de la ministra, o sea jueces también sin ley. Yo creo que todo este lío que tenemos ahora con las leyes rebotadas y el desleimiento o el distraimiento de tipos penales enteros se solucionaría rápidamente con lo que yo llamaría la desjudicialización del delito. Sí, prescindamos de leyes, que todo sea democrático diálogo y democrático acuerdo. No habría nada más quirúrgico, al gusto de Rufián, que también confunde la ley con el kiosco, que unas normas ad hoc y unas penas ad hoc. Al fin y al cabo, es lo que siempre ha defendido Podemos, recuerden la época pilosa de Iglesias, cuando los presos eran políticos porque los delitos también debían ser decisión política. Leyes exclusivas para los indepes, leyes exclusivas para las cabalgatas de Irene Montero o de Yolanda Díaz, leyes exclusivas para los amigos de Sánchez, leyes exclusivas para los enemigos de Sánchez, o ni siquiera leyes, que bastarían una proclama y un trompetazo. Los derechos, las libertades, las obligaciones e incluso la verdad se decidirían para cada asunto, para cada necesidad, para cada día, según los criterios de interés político o de moral pública, que ya serían algo equivalente, por supuesto. Que Irene Montero y Gabriel Rufián juzguen sus propias leyes, sus propios casos, sus propios ámbitos; que juzguen con sus propias razones, sus propios mazos, sus propios encajitos y sus propios intereses. Que sólo juzguen Irene Montero y Gabriel Rufián, con el permiso cómplice o sólo perezoso de Sánchez, vestido de torero en el Congreso o vestido de frutero en Bali, lejos de todo como siempre. Seguro que se podría hacer y justificar, en nombre de la paz e incluso de la democracia.

Irene Montero, que confunde las leyes con los antojos o con los tangos, no sólo ha llamado machistas, con mucho asco en la che, a los jueces que están aplicando la ley, su ley (su ley como su balón, que también en nuestra infancia era una ley eso de que el dueño del balón siempre manda). No, además les ha acusado de estar incumpliendo la propia ley, o sea de prevaricar. Montero, ministra de su recreo, con su ley como un té de muñecas peponas, no entiende que los jueces están obligados a hacer cumplir las leyes, no a diseñarle a ella pancartas, ni a decorarle tazas, ni a hacerle la pelota a la dueña de la pelota intentando adivinar qué le gustaría para la merienda o para su querido diario. Esa ley es una chapuza, una pingaleta escolar, una pintada de lavabo, una exigencia más de propaganda o de peineta que de justicia. Pero hasta las leyes chapuzas tienen que cumplirse. Si donde antes ponía un 8 ahora hay un 6, el juez no tiene ni machismo ni feminismo que meter ahí. Aunque todo sería más sencillo si la misma Montero lo juzgara todo, sin ley y sin jueces, sólo ella acompañada por muñecos de ventrílocuo, soldaditos de plomo y señoras Potato.

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