Desde hace ya años vivimos tiempos extraordinariamente convulsos en el panorama político español e internacional. Quienes se dedican a la actividad pública son cada vez más denostados por la opinión ciudadana.
Y es comprensible. Han sido años de corrupción que han herido de muerte el prestigio de muchas instituciones, de políticos enredados en mastergates, de plagios, de currículums falsos o tuneados y de un largo etcétera de malas noticias que han enfangado, de forma casi irreparable, el prestigio de uno de los 'oficios' que debiera ser de los más vocacionales de entre todos los que existen.
Por si no fuera suficiente, el Parlamento se ha convertido, cada día más, en un foro que, más que a la casa de la soberanía popular, se parece a un patio de colegio. Insultos y mensajes populistas van debilitando, cada día más, la credibilidad de las cámaras. No es un fenómeno solo español. Sin embargo en España es donde, más que en otros sitios, va creciendo el malestar popular frente a los representantes de los ciudadanos.
Son años en los cuales hemos vivido muchos procesos electorales y 2023 será un festín de votaciones entre municipales, autonómicas y las generales. Lo de votar no es ninguna broma y, aunque en España el voto no sea obligatorio, como sí lo es en Brasil, por ejemplo, el hecho de que prácticamente siete de cada diez españoles se acerquen pacientemente a las urnas en cada ocasión da idea de que nos lo tomamos muy en serio. Aunque cada día cueste más hacerlo.
La política, en mayor medida, recibe un producto humano de la peor calidad. Cunde la impresión de que solo acuden a ella los más arribistas, trepas, poco honrados o simplemente los profesionales más mediocres, los que no pueden encontrar mejores oportunidades profesionales en otros sectores. No ayuda, también hay que decirlo, que las retribuciones de nuestros cargos públicos, en línea general, son considerablemente más bajos que los sueldos de los políticos en otros países. A pesar de todo esto, la impresión popular de que la mayoría de sus señorías, ‘ nos roban’, está bastante arraigada en la sociedad.
A esto hay que añadir un obstáculo claro para que en España la meritocracia sea el elemento diferenciador clave para la entrada en esta difícil carrera: la propia confección de las listas electorales. Una tarea que, normalmente queda en manos de los secretarios generales de los grandes partidos, lo que potencia el amiguismo en demérito de otros criterios de solvencia.
Sentado todo lo anterior, contribuyamos a mejorar la imagen de la actividad pública y busquemos ahora el político perfecto.
La primera pregunta es la de siempre: ¿el buen político nace o se hace? Yo diría que ambas cosas. Sin duda, un buen político suele tener unas cualidades innatas imprescindibles, sin embargo, siempre necesitamos moldearlas con una formación técnica específica cada vez más exigente y una mejora constante de las cualidades relacionadas con la comunicación.
En los últimos años, además, se ha vuelto imprescindible un uso óptimo de todos los medios de comunicación on line y off line. Las campañas electorales no se ganan en las redes sociales, pero el mal uso de estos canales puede conducir al más absoluto de los fracasos.
Lo de las destrezas sociales tiene mucho que ver con la empatía. He repetido en muchas ocasiones que las campañas, en buena parte, se hacen en la calle y hay políticos que no resisten la prueba. La expresidenta de los muchos sapos corruptos Esperanza Aguirre, Yolanda Díaz, Juanma Moreno Bonilla, Isabel Díaz Ayuso o el propio Pedro Sánchez son insuperables en el contacto humano, de persona a persona. Tienen empatía, carisma, conexión y conocen muy bien a su votantes. Otros, como históricamente ha sido el caso de José María Aznar, Soraya Sáez de Santamaría y Mariano Rajoy podían ser más o menos valorados por su ideología o por su capacidad de gestión, pero no precisamente por tener apatía con la gente.
Cada año, desde hace ya más de veinte, realizo investigaciones sobre las cualidades que los ciudadanos consideran imprescindibles en un buen político. La mayoría coinciden desde siempre y con muy pocas variaciones, año tras año, en que el perfil ideal tiene que reunir honestidad, pasión, coherencia, capacidad de comunicación, competencia, integridad, capacidad de liderazgo, honradez, energía y credibilidad. Hay más virtudes que funcionan como aceleradoras de éxito y permiten inspirar a la ciudadanía conectando con su lado más emocional: la cercanía, la humildad, la sensibilidad, la empatía, el sentido del humor, la oratoria.
Hoy, para encarnar un verdadero Cicerón apreciado por todos los ciudadanos, no es suficiente con ser un gran parlamentario como ha sido Mariano Rajoy. Lo fundamental y lo más buscado es la capacidad de utilizar un discurso que llegue, emocione y conecte con la gente. Hablar el lenguaje de la gente corriente.
En este aspecto, Josep Borrell siempre ha sido un político magistral: capaz de históricas piezas discursivas, como las dos que pronunció ante un millón de personas en Barcelona en octubre de 2017, y a la vez de empatizar y comunicarse de manera directa con sus paisanos y saber lo que estos necesitan y esperan. Así lo demostró en aquellos convulsos días, para Cataluña y para España entera, del otoño de 2017. Con dotes y una preparación completamente diferente, podemos decir algo parecido de la Presidenta de la Comunidad de Madrid.
Díaz Ayuso ha sido la que mejor ha interpretado las necesidades de los madrileños durante la terrible pandemia del coronavirus. Su lenguaje, a menudo, se ha llenado de colores populistas, sin embargo ha conseguido su objetivo: hacer que los madrileños, por encima de sus ideologías, vieran en ella una ‘heroína’ que podía sacarlos del foso. Yolanda Díaz, con un lenguaje diametralmente opuesto al de Díaz Ayuso, está consiguiendo que su estilo de liderazgo guste más allá de sus fronteras ideológicas y guste incluso a los ‘demás’. Los acuerdos conseguidos con sindicatos y CEOE demuestran su capacidad de empatizar con todos.
La inteligencia emocional, la capacidad de emocionar, además del talento para ilusionar y el saber escuchar, son también primordiales. En estas últimas, Adolfo Suárez fue un prodigio como no ha vuelto a conocerse en la política española. Hombre de formación discreta, aunque terminó sus estudios de Derecho, era el perfecto ejemplo del 'animal político' en estado puro. Persona de campo, de orígenes humildes que con dieciocho años descargaba maletas en la estación de Atocha para pagarse la carrera, conocía a la perfección el pulso de la calle y lo que esperaban de él sus votantes. Sabía escuchar como nadie y tenía talento para que la inmensa mayoría confiara y depositara en él un inmenso caudal de esperanza. Tanto que, cuando empezó a tener la percepción de que perdía esas cualidades, tomó la valiente decisión de dimitir.
No solo de talento, carisma e inteligencia emocional vive el político; las promesas luego hay que llevarlas a cabo y las expectativas de los votantes, convertirlas en realidad. Aunque don Enrique Tierno Galván, eterno alcalde de Madrid, dijera en cierta ocasión con ironía mal entendida que «los programas electorales están para no cumplirlos», lo cierto es que, como diría el castizo, una vez alcanzado el poder, «hay que torear» y gestionar. Hay que transformar las palabras y las proclamas en acciones y éxitos. Esta es una de las auténticas claves del buen político: palabra y acción. La una sin la otra no sirven de nada. Devastados por las mentiras de muchos políticos, cuesta creer en algunos, sin embargo, los electores tienen la imprescindible tarea de leer detrás de las palabras y no dejarse engañar por fáciles mensajes populistas, esos de las soluciones sencillas a problemas enormes.
La primera pregunta es la de siempre: ¿el buen político nace o se hace? Yo diría que ambas cosas
Cristóbal Montoro fue uno de los políticos más antipáticos que pasó por la vida pública –en realidad ningún ministro de Hacienda acaba nunca de caer bien– pero fue un buen gestor. La recuperación económica de España a partir de 2013 así lo avala.
A todos los atributos descritos, tanto emocionales como racionales, hay que añadir los personales: ese valor añadido, ese algo más que diferencia a nuestro hombre o a nuestra mujer del resto de adversarios, y lo rinde único ya sea porque se han hecho a sí mismos, por tener una trayectoria reconocida como empresarios de éxito –no me refiero a Donald Trump, obviamente– o por contar con una amplia trayectoria en el activismo social. En esta huella se basa la autenticidad que en política se ha vuelto clave. Cada vez más, las elecciones las ganan más los individuos y menos los partidos.
Trump o Macron son ejemplos claros de líderes que han ganado por lo que son, más que por los partidos que tenías detrás. Lo mismo vale para Giorgia Meloni en Italia y el mismo Juanma Moreno Bonilla. Todos ellos han interpretado la política actual de forma magistral. Ideología sí, partidos también pero, por encima de todo, ellos como individuos y gestores. Las elecciones parlamentarias actuales se dirimen más como presidenciales que lo que pasaba en el pasado.
Todos estos valores ayudan a construir un relato personal. Muchos históricos socialistas de la Transición llegaron a la política tras haber ejercido –y habérsela jugado– como abogados laboralistas en los últimos años de la dictadura, como José Bono o el propio Felipe González.
Por enganchar con este último ejemplo, no nos olvidemos nunca de la importancia de la imagen. La de quien fuera presidente del Gobierno socialista entre 1982 y 1996 era, sencillamente, inmejorable. Un candidato puede y debe ganar votos también gracias a su imagen o, al menos, intentar no perderlos. Pero es clave no intentar nunca disfrazarse, pretender aparentar lo que no se es. La imagen se puede cambiar, pero tiene que ser siempre el fiel reflejo de la persona, mantener una completa coherencia con lo que se dice y se hace y no ser un mero disfraz de marketing político como a menudo vemos en los últimos años. Es muy fácil volverse meme y caricatura cuando intentamos proyectar una imagen que no nos pertenece.
La comunicación política tiene que ser siempre coherente. Muchos de los errores vistos en estos más de cien días del primer gobierno Sánchez se deben a errores graves de comunicación. Con las imágenes se ha invadido y se ha 'inflacionado' un espacio todavía demasiado vacío de hechos realizados. No critico la política de gestos y fotos, siempre y cuando se dosifiquen bien.
Pedro Sánchez, ya que ahora nos referimos al actual presidente del Gobierno, tiene otra cualidad imprescindible en la política moderna: la resiliencia. La capacidad de no darse nunca por vencido, de levantarse tras una derrota y de aprovechar los propios errores para reforzarse.
El líder suele tomar muchas decisiones en soledad. Decía Felipe González que lo que diferenciaba al máximo responsable –él en aquella época– era que podías consultar a cientos de expertos y asesores, pero que «el último teléfono que sonaba era el tuyo». Pero lo cierto es que un candidato de éxito debe contar con un gran equipo responsable y de máxima confianza, de la máxima solvencia y que comparta sus principios y valores. Que sean su baluarte en los momentos más complicados.
En este punto, es imprescindible destacar la figura del segundo a bordo: Mariano Rajoy hubiera tenido una existencia política mucho menos tranquila si no hubiera contado con la infatigable Soraya Sáenz de Santamaría. Y así todos los demás. En la brillantez del líder está también saber elegir a estas personas. Uno de los grandes defectos de muchos líderes actuales es no rodearse de buenos profesionales. Prefieren tener al lado personas de confianza pero palmeros, gente incapaz de llevar la contraria a su líder. Un error imperdonable.
Rodearse de pelotas y palmeros es el aperitivo de todo fracaso político. Uno de mis lemas profesionales es trabajar solo con quién está dispuesto a aceptar al cien por cien mis críticas. Si no tienen ganas de mejorar desde la objetividad de sus áreas de mejor, mejor que se busquen otros asesores más ‘complacientes’.
A pesar de todo, reunir la mayoría de estos requisitos no garantiza ganar unas elecciones. Muchos líderes ideales jamás han ganado elecciones y sin embargo tenemos gobernantes que han llegado muy lejos o incluso a gobernar países siendo, sobre el papel, bastante mediocres. Esto se debe a la necesidad de que cada candidato sepa leer bien el contexto electoral, calibrar a sus adversarios políticos y medir adecuadamente los tiempos y el contexto social en el cual se produce el evento electoral.
A menudo he visto candidatos proyectar sus ganas de triunfar, más durante la precampaña que en los días de campaña electoral. Pero las cosas cambian y hoy en día hay que saber 'brujulear' el día a día de la calle y la temperatura emocional de la sociedad. El éxito de Giorgia Meloni en Italia, que ha llevado, por primera vez en democracia a llevar al Gobierno del país transalpino, a una mujer y una líder de extrema derecha, se debe a su indudable habilidad de leer los deseos de las masas, el descontento de la gente con el sistema.
Ha adecuado su lenguaje, en campaña electoral, a un más amplio espectro de votantes. Se olvidó de su discurso de tintes ‘fascistas’ en Marbella con el cual no ayudó nada a Macarena Olona en la campaña electoral para las elecciones autonómicas en Andalucía, y se disfrazó de ‘mujer de estado’ con un lenguaje más inclusivo y más transversal. ¡Triunfó! Ahí la tenemos intentando no asustar a la Unión Europea y a sus ‘amigos’ de coalición de gobierno.
A todo lo anterior hay que unir, por tanto, la capacidad de proyectar éxito y seguridad en uno mismo. Si la gente ve a nuestro candidato como triunfador, estará culminada una parte importante de la misión.
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