Con Pedro Sánchez más cerca de Cristina Fernández de Kirchner que del Guapo Kempes, ya somos un poco como una Argentina sin Messi, un ruidoso populismo sin Mundial. Messi, que sigue pareciendo todavía, más con la camiseta albiceleste, un escolar con el babi manchado de helado, se llevó el lamparón de la tercera estrella de campeón del mundo de los desiertos del dinero y de la hipocresía de Qatar, y en Argentina yo creo que se ha olvidado y se ha perdonado todo, como querría Sánchez aquí. Ha sido (tenía que ser) el Mundial de Argentina, el Mundial de Messi, un talento de niño que pinta con los pies, como un Picasso viejo que todavía pinta igual que un niño, pero sobre todo un millonario dios de los pobres, el único consuelo (el fútbol, el genio y la chulería del bajito —“¿qué mirás, bobo?”, le soltó al neerlandés Wout Weghorst, que mide 1’97—) de un país arrasado por su política y sus políticos desde hace más de medio siglo. Aquí, Sánchez y sus ministros hablan de los jueces igual que Kirchner y sólo falta que nuestro presidente los llame bobos y los mande “p’allá”.
Sánchez se ha vuelto peronista y bananero, y ya anda hablando como los bolivarianos, como los indepes y como Kirchner, que vienen a decir más o menos lo mismo
Al final no vamos a ser Venezuela, donde también sufren la lacra del populismo garbancero, sino Argentina, con su esteticismo de la chulería y de la desgracia como su esteticismo del fútbol. Messi, Pulga o fiera con “pata de terciopelo” (Gide), niño viejo con camiseta hasta los pies de oro o témpera, ha hecho felices a los argentinos por un motivo equivocado o nimio, que a lo mejor el populismo es precisamente eso, que nos hagan felices simbolismos épicos, bordados patrióticos y felicidad de taberna o fiambrera, mientras nos roban el país, el dinero o la libertad de verdad. Quizá no sólo era Argentina contra Francia ni Messi contra Mbappé, sino que se enfrentaban continentes de la estética y hasta de la historia, que como uno no es muy futbolero a veces en el fútbol sólo ve política, mapas, literatura y griegos en pijama (ahora que lo pienso, es justo lo que les pasa a algunos muy futboleros, o sea que lo mismo me estoy convirtiendo ya en uno de ellos).
El duelo de Messi con Mbappé era épico porque era desigual, no en el talento sino en el ámbito, como comparar a un artista del lienzo o de la danza con un diseñador de cohetes o con el cohete mismo. Y algo había también en ese partido de duelo desigual e imaginario entre el republicanismo francés, frigio y fundante, y el republicanismo populista o popular, sentimental y roñoso, pasional y agónico. Era algo así como imaginar lo que queda de la cansada Europa compitiendo contra la gloria vieja, poderosa e infantil de esa América que no quiere ser otra Europa, que no llegó a ser otra Europa, que no le dejaron ser otra Europa, pero tampoco sabe muy bien qué ser. Con esta América que pudo ser y no fue, el posmarxismo está haciendo sus experimentos, igual que con Europa, que también pudo ser y no es, está haciendo experimentos el posfascismo. Ahora ambos han asaltado los continentes y ni la república de la escarapela tricolor está a salvo, menos va a estarlo esta España donde se confunde la democracia con la marabunta y la política con la subasta.
Messi ataba lazos entre sus ojillos, sus pies y una historia que va hasta Dios con mano amuñonada de Maradona o hasta el peronismo con pobre engordado para ser pobre. Mbappé, relampagueante, puramente oscilante o vibratorio, parecía describir la Francia que aún va y viene caóticamente de la Ilustración a Marine Le Pen. Y la final, en fin, era futbolísticamente un duelo hermoso y simbólicamente un mundo imposible de arreglar, porque las repúblicas idílicas o chovinistas o sentimentales o tumultuosas no ganan ni pierden en un solo día, en una tarde de geometría y patriotismo. Eso sí, Pedro Sánchez, en apenas unas semanas, como si hubiera sido un mundial del populismo, ya nos tiene más cerca de la republiqueta de Junqueras o Iglesias que de la república de Macron. Al borde, en realidad, de la Argentina peronista, ese paternalismo de palquito, esa burocracia de la corrupción y ese sentimentalismo amargo y chispeante explicado con tangos de desgraciados y cornudos.
Sánchez se ha vuelto peronista y bananero, y ya anda hablando como los bolivarianos, como los indepes y como Kirchner, que vienen a decir más o menos lo mismo con más retranca, más chulería o más deje. O sea, que los gobiernos y políticos refrendados por la mayoría (a veces en las urnas y a veces sólo en cajas de zapatos, a veces en un parlamento y a veces sólo en una plaza consagrada) no pueden hacer nada ilícito por pura definición de democracia popular, y que los jueces, medios o particulares que no les dan la razón pertenecen a mafias que conspiran contra la voluntad del pueblo.
Sánchez se ha vuelto populista y bongosero, y hacía salir a Bolaños, amenazante como un párroco que señala el Infierno allí bajo su púlpito o sus enaguas, para decir que las consecuencias de aceptar un recurso recogido por nuestro ordenamiento (lo reconocía, espantada, la ex ministra socialista Cristina Alberdi) podrían ser “imprevisibles”. La verdad es que la única consecuencia de una resolución del Constitucional, o de cualquier tribunal, se llama, simplemente, legalidad, al menos en los sitios civilizados. Y hubiera sido inaudito, sí, pero sólo porque hasta 2011 no había jurisprudencia sobre la inconstitucionalidad de colar reformas de leyes en enmiendas a otras leyes (sentencia que le daba razón a un recurso del PSOE, por cierto).Sánchez va a conseguir que seamos una Argentina sin Messi, una Argentina sin el talento ni el consuelo de Messi, un Messi que conseguía, más que un Mundial, perdón y olvido, yo creo que incluso para Kirchner. Ganó Argentina, ganaron la pasión, el hambre y las ganas de salvar un país en realidad insalvable, arruinado eternamente por la política y perdonado eternamente por el fútbol. Es ese triunfo que salva a un país y que condena a un país. Yo creo que aquí, para llegar a eso, al peronismo eterno y perfecto, eso que pretende Sánchez en la Europa decadente, apenas nos faltó ganar el Mundial. Todavía Luis Enrique nos va a salvar antes que Feijóo.
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