Roma se prepara para despedir al papa emérito. El 5 de enero se celebrará el funeral de Benedicto XVI. Mientras tanto, tras un velatorio privado en el monasterio donde el papa ha residido desde que renunció en 2013, su cuerpo descansa delante del baldaquino de la basílica de San Pedro. Miles de fieles aguardan en la cola que les conduce hasta el catafalco de un pontífice que será recordado de maneras muy distintas tanto dentro como fuera de la Iglesia, según las etapas de su vida, y según el color del cristal con que se mire.

Joseph Aloisius Ratzinger nació en Marktl am Inn, Baviera, el 16 de abril de 1927. Experimentando una infancia marcada por su ingreso en el Seminario Menor, y por vivir en un contexto político en el que comenzaba a emerger el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, realizó el servicio militar. Posteriormente, estudió teología y filosofía en la Academia de Filosofía de Frisinga y en el Ducal Georgianum de la Universidad de Múnich, donde se interesó por San Agustín de Hipona y San Buenaventura, autores que dejarían un sello ineludible en su camino académico.

A principios de la década de los cincuenta, Ratzinger recibió el sacramento de la ordenación sacerdotal, comenzó a dar clases en Frisinga y terminó su tesis sobre San Agustín. Tras obtener la habilitación docente con un estudio sobre San Buenaventura, enseñó en la Universidad de Bonn y en la Universidad de Münster, y trabajó como perito en el Concilio Vaticano II, asistiendo al cardenal Josef Frings como asesor teológico. Los años del Concilio representan un hito personal para aquel joven teólogo atraído por temas como el ecumenismo, la teología del ministerio, la homilética, la escatología y la mariología. A finales de los años sesenta, entre sus colegas, fue considerado como un profesor reformista, que ejerció su docencia en la Universidad de Tubinga y comenzó en la Universidad de Ratisbona, donde llegó a ser decano y vicerrector. En aquel periodo posconciliar, Ratzinger mantiene sus distancias con el movimiento estudiantil marxista y, junto con otros profesores, funda la revista Communio.

En 1977, Ratzinger comenzará otra etapa de su vida. Fue consagrado arzobispo de Múnich y Frisinga y, pocos meses después, nombrado cardenal. Pero el verdadero punto de inflexión lo experimentó en 1981, al ser elegido Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Durante su mandato, el Papa Juan Pablo II le encomendó la preparación de un nuevo Catecismo de la Iglesia Católica publicado en 1992. Su ejercicio como Prefecto no estuvo exento de polémicas y de situaciones paradójicas: aquel profesor perito del Concilio que buscaba la renovación de la Iglesia corregiría las obras de otros profesores, e incluso prohibiría la enseñanza de algunos de ellos dentro de la institución católica. Asimismo, sus escritos sobre la anticoncepción, la homosexualidad, la teología de la liberación, el diálogo interreligioso o la investigación teológica, propiciaron un amplio rechazo del cardenal entre los sectores más reformistas de la Iglesia y en el mundo secular. Por ello, una de las señas de identidad como Prefecto es su celo por el Magisterio, con el fin de combatir el relativismo moral y la secularización en el mundo occidental. 

Ratzinger comenzaría a dejar esa imagen de rigidez doctrinal a partir del 19 de abril de 2005, iniciando un nuevo sendero al ser elegido papa. Entre sus escritos como pontífice cabe destacar la primera encíclica, Deus caritas est, que presenta el amor en el centro de la vida de los seres humanos y de la actividad de la Iglesia. La segunda encíclica, Spe salvi, reflexiona sobre la esperanza cristiana más allá de la frontera de la vida. La tercera, Caritas in Veritate, en el contexto de la crisis económica iniciada en el 2008, propone la lógica del amor en el mercado y el desarrollo humano integral para la construcción de una sociedad mejor. Además de esos documentos, cabe destacar sus exhortaciones apostólicas sobre la Eucaristía, la Palabra de Dios, la Iglesia en África y la Iglesia en Oriente Medio, fruto de diversos trabajos sinodales.

En el gobierno eclesial también ha habido cuestiones que han inquietado a los sectores más aperturistas. Muestra de ello ha sido el Motu Proprio en el que se aceptaba la celebración del rito anterior a la reforma de 1970 en latín, o la aprobación de la constitución apostólica donde abría las puertas a anglicanos contrarios a la ordenación de mujeres sacerdotes y obispos homosexuales. El caso Vatileaks, en el que se publicaron documentos confidenciales que revelaban escándalos en el seno de la Santa Sede, fue uno de los hechos que más oscurecieron su pontificado. Sin embargo, la tarea más ardua de Benedicto XVI ha sido la gestión de los abusos sexuales, enfrentándose a una cuestión anteriormente enterrada, que en la actualidad sigue teniendo un fuerte impacto con terribles consecuencias. 

Hoy, la Iglesia recuerda a Benedicto XVI como aquel que, en momentos convulsos, supo apartarse humildemente. Casi una década ha estado en silencio, viviendo a pocos metros de Francisco y observando los movimientos de un nuevo pontífice en comunión con él, pero con acentos y estilos pastorales distintos. ¿Qué sucederá tras la muerte del papa emérito? Quizás, el futuro de la Iglesia lo oriente el camino que siga haciendo Francisco; quizás, el horizonte quede configurado por el Sínodo 2021-2024, que desea impulsar el papel de los laicos, con mayor voz y participación en el gobierno de la Iglesia.


Jesús Sánchez-Camacho es doctor en Ciencias Humanas y Sociales por la Universidad Pontificia de Salamanca.

Roma se prepara para despedir al papa emérito. El 5 de enero se celebrará el funeral de Benedicto XVI. Mientras tanto, tras un velatorio privado en el monasterio donde el papa ha residido desde que renunció en 2013, su cuerpo descansa delante del baldaquino de la basílica de San Pedro. Miles de fieles aguardan en la cola que les conduce hasta el catafalco de un pontífice que será recordado de maneras muy distintas tanto dentro como fuera de la Iglesia, según las etapas de su vida, y según el color del cristal con que se mire.

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