La modificación o dulcificación de la malversación, sin duda otro delito decimonónico, como el de la sedición o el de batirse en duelo, ya está generando las primeras solicitudes de rebaja de penas. Está pasando lo mismo que con la ley del ‘sólo sí es sí’, que también fue una ley ad hoc aunque no se hizo para borrar los delitos de los colegas sino para no tener que borrar camisetas, podcasts y tantos grafitis hechos trabajosa y paleolíticamente con las tetas. En cualquier caso, la ley como obra de arte en sí misma, como performance o numerito, la ley que está por encima de su utilidad o ineficacia públicas, es el sello de Sánchez. Las leyes sanchistas se redactan como producto literario cuya justificación y cuyo fin acaban en ellas mismas, en su mazo de papel con título en relieve y una faja roja, excesiva e inútil, como la de una tableta de turrón pretencioso. Algo, en fin, que se consume como un dulce navideño o como literatura navideña, entre celebraciones, prisas, compromisos, topicazos y mentiras con dentera de celofán.

Por petición de los indepes y gracia de Sánchez, la malversación ha pasado de ser simple corrupción a poder ser incluso virtud patriótica, esa abnegación y ese sacrificio de distraer dinero público para construir el castillito sentimental o material de la nación. A mí esto me parece una inspiración para todos los corruptos, que lo mismo empiezan a pensar que por qué no puede haber un patriotismo de partido o de clase o de familia o de bolsillo que les permita mangar del cajón público sin más límite que la propia conciencia, que el convencimiento de que el fin es generoso, desprendido, bueno y venerable. La verdad es que si el procés puede ser una Cruzada llena de santos con cachiporra y con saca, lo mismo podrían serlo la Kitchen o los ERE. Quiero decir que la justificación moral es endeble y la justificación legal pensada por estos mismos moralistas podría serlo igualmente.

Las leyes sanchistas se redactan como producto literario cuya justificación y cuyo fin acaban en ellas mismas

La reforma de la malversación, según pidió el mismo Rufián con mirada de ensartar una aguja imposible, como la del camello de san Mateo, tenía que ser “quirúrgica”, pero esa exquisitez artística, científica y motriz a mí me parecería un milagro en nuestros legisladores. Tengan en cuenta, por ejemplo, que la única manera de que la ley Montero funcionara según se había planeado en las pegatinas y teteras silvestres del ministerio sería prescindir de jueces y hasta de la propia ley y que fuera la ministra de Igualdad, con un dedo de mármol como el de los emperadores romanos (en realidad nunca se usó el pulgar como en las películas), la que decidiera el destino de cada caso. Uno no es jurista, pero esa cirugía (en realidad arbitrariedad) que Esquerra le pidió a Sánchez, como si se la pidiera a un carnicero, a mí me parece que sólo sería posible con un listado de nombres, casas o sellos intocables. Es decir, que veo seguro que muchos corruptos clásicos y castizos se librarán de la trena o de algunos añitos y aún volverán patrióticos o mártires de su mangazo, puede que hasta en carroza de reina de la vendimia, como uno se imagina volviendo a Puigdemont.

Sánchez no hace leyes, sino folletines de encargo, carteles de encargo, morcillas de encargo e incluso lobotomías de encargo. Yo creo que las leyes sanchistas tienen más de urgencia médica que de urgencia legislativa, se trata sobre todo de excretarlas como un cálculo renal, que es lo que alivia a Sánchez, y luego ya no sirven para nada más que para ponerlas en un tarro de cristal heredado de Ramón y Cajal y exhibirlas ahí, como rocas lunares o collares fenicios o el huevo petrificado de un dinosaurio o de un ciclán. Las leyes, en fin, no como un producto de utilidad social, sino como un subproducto matancero o metabólico de las propias carnes y necesidades de Sánchez. A Sánchez le pagan las leyes en noches de colchón, que es lo que importa, y a nosotros se nos quedan patidifusos los jueces, los ciudadanos y hasta los presos, intentando encontrarle sentido jurídico o moral a lo que sólo ha sido un apretón o una compraventa.

A Sánchez le salen las leyes como mero humo que sale de las Cortes, humo de carta de amor quemada, de dinero quemado o de voto del Espíritu Santo quemado. Para él son algo combustible y efímero, material de leñera, mientras que para sus socios pueden ser una pancarta siempre en el cielo o un salvoconducto de poder y evocación germanoides siempre en la chaqueta. Las leyes sanchistas resultan siempre como colaterales, terminan en los códigos y en los tribunales sólo de rebote o de casualidad; hacen el mal o incluso el bien, sin demasiado interés por distinguir, sólo después de cumplir su verdadera misión, que es sostener a Sánchez trabajosa y espasmódicamente, como esos muñecos publicitarios hinchables.

Empiezan las peticiones de rebajas de penas por malversación, que no es algo que afecte ya a Sánchez, que terminó su encargo, ese encargo como papal de tapar las vergüenzas de un fresco. Después de lo que ya ha permitido, no se va a preocupar mucho Sánchez si para mantenerse en su colchón de rosas de azafrán tiene que salir a la calle algún concejalillo untado o algún mimo pervertido. Las leyes sanchistas son perfectas, redondas, gráciles y efímeras en su vida de mariposa parlamentaria o artística, que es lo que importa. Cuando llegan a la sentencia, a la trena, al corrupto, al delincuente sexual, a la víctima, a la vida real, nos damos cuenta, claro, de que esas leyes se parecen demasiado a la arbitrariedad o incluso al azar, que son, aún más que la impunidad, lo contrario de la justicia. Justo cuando ya no son el problema de Sánchez, se convierten en nuestro marrón. Y eso sí que va a ser un problema para el presidente.

La modificación o dulcificación de la malversación, sin duda otro delito decimonónico, como el de la sedición o el de batirse en duelo, ya está generando las primeras solicitudes de rebaja de penas. Está pasando lo mismo que con la ley del ‘sólo sí es sí’, que también fue una ley ad hoc aunque no se hizo para borrar los delitos de los colegas sino para no tener que borrar camisetas, podcasts y tantos grafitis hechos trabajosa y paleolíticamente con las tetas. En cualquier caso, la ley como obra de arte en sí misma, como performance o numerito, la ley que está por encima de su utilidad o ineficacia públicas, es el sello de Sánchez. Las leyes sanchistas se redactan como producto literario cuya justificación y cuyo fin acaban en ellas mismas, en su mazo de papel con título en relieve y una faja roja, excesiva e inútil, como la de una tableta de turrón pretencioso. Algo, en fin, que se consume como un dulce navideño o como literatura navideña, entre celebraciones, prisas, compromisos, topicazos y mentiras con dentera de celofán.

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