Hay gente furiosa y trágica porque Ayuso ha querido vender la Comunidad de Madrid con mentira, bonito, exageración y telenovela de tacones altos, copas de balón con eclipse solar y cenas con escalinata hasta el borde de la sopera y de los omóplatos femeninos. En realidad, el turismo no se puede vender con verdad y menos con mierda, ni siquiera la mierda santa del Ganges o la mierda decadente y goteante de Venecia. La publicidad no es un reportaje ni un documental, sino una fantasía. Algunos nos quedamos para siempre con eso de los limones salvajes del Caribe, aunque en el trópico no hay limones, ni salvajes ni amansados, sólo importados o subliminales. Pero la fantasía tiene que vender, claro. Aquellos limones vendían desodorantes y el personal salía asalvajado y caribeño tras las cortinas de la ducha como tras una cascada, aunque estuviera en Briviesca. El fallo del anuncio de Ayuso es que no vende fantasía, sino lujo obvio, lujo al peso. Y el lujo así, como mera vulgaridad, no lo compran ni los que están acostumbrados a él. O sea, que el anuncio no tiene clientes.

Más difícil que vender Madrid, que se vende solo, es estropear Madrid, la fantasía de Madrid o la visión de Madrid. Eso es lo que yo creo que ha hecho este anuncio, mostrar un Madrid que queda como un potaje imposible y de recurso entre Marina d’Or y el Monasterio de Silos, servido además por un Mario Vaquerizo al que le han dado un papel mefistofélico, sulfuroso, de serpiente siseante y engañabobos en el Edén de las cañitas. Madrid, que es moderno y clasicón, folclórico y vanguardista, rural y capitalino, rico y tieso, cortesano y revolucionario, puede soportar las contradicciones pero no puede soportar la confusión. Madrid, Madrid capital me refiero ahora, decía Umbral que es una “ciudad simultánea”. La simultaneidad no es la confusión sino todo lo contrario, la armonía incluso entre lo contrapuesto, entre los siglos y la actualidad, entre la política y la gente, entre el triunfo y el fracaso, entre el arte y el dinero, e incluso entre el lujo y los mocos. Lo que hace el anuncio es romper la armonía de la simultaneidad y hacer incompatible lo que Madrid ya tenía asumido como concurrente y coral, o sea romper el propio madrileñismo.

El anuncio consigue hacer pobre a un Madrid rico, y cutre a un Madrid grandioso, que ya es torpeza

El lujo, ese tipo de lujo del anuncio, lujo de divorciada rica o de bodorrio (la divorciada que sigue asimilando todo el lujo a un bodorrio de lujo), lujo ocioso (hasta el trabajo en el anuncio es puro ocio y lujo, que es el colmo del lujo y del ocio); ese lujo de reuniones de trabajo en piscinas infinitas, de hilo musical, de tiendas achampanadas con zapatito sostenido por el hada madrina, de copas con camarero entregriego como un Atlas que te lleva pesadamente una caipiriña planetaria, con su propia palmera viva, como un planeta de El principito; ese lujo tan obvio, o sea tan obsceno, aún no entiendo qué hace ahí, tomando ese papel central, de punto de partida. Ya no me refiero a que en Madrid lo más común no es aterrizar en el lujo sino llegar a Atocha y tomar el Circular con los ojos llenos de asombro como de legañas. Es que es un lujo que sólo vende frustración para el pobre que no puede permitírselo, y que no le funciona como fantasía al rico que ya está acostumbrado. Es más, el rico, que ya no compra lujo sino distinción, no va a querer venir para parecer que se paga lujos de pobre, lujos de masajes de pies y orgías de langostas con el chorrito del jacuzzi en el culo. O sea, que para qué esto del lujo, salvo que el lujo no sea la fantasía del turista sino del anunciante.

El Madrid del anuncio es un Madrid disonante, que quiere vender una fantasía de lujo a la vez que recuerdos de botijos y ceniceros de las Meninas, que es algo que no casa con el lujo. O sea, que es un anuncio de ricos que termina siendo un anuncio de pobres, que te manda a una excursión a El Escorial, o te manda al Prado a hacer cola tras unos japoneses con toda la lentitud de su sol naciente, o te manda a la Plaza Mayor a que te tanguen por el triangulito de un pincho de tortilla tieso como un capote o por una paella falsa como el Spiderman de la Plaza Mayor. Uno se pregunta para qué hace falta la primera parte del anuncio, ese sueño entre Disney y el rap, para terminar mandándote a Doña Manolita. Como si en Madrid el turismo corporativo acabara en Rascafría, o tomando vermú, o viendo el cambio de la guardia del Palacio Real con cara de tomavistas (todavía hay turistas con pinta de llevar tomavistas). A mí me parece que es un anuncio de pobres queriendo ser ricos, o de ricos que no saben ser ricos, que a lo mejor el Madrid de Ayuso va por ahí, al final, a pesar de todo, de la economía y de su cosa de reina de Saba con ojos de camuflaje. Las ganas de meter el lujo así, con tanto calzador de hermanastra de Cenicienta y tanta chorrera de labriego de baile; las ganas de ser un Madrid de Abu Dabi o un Madrid de Manhattan (en Madrid tenemos un Manhattan de cuatro rascacielos, como un Manhattan hecho con una huevera), a mí todas estas ganas, la verdad, me parecen unas ganas de pobre. 

Madrid se vende solo y lo difícil era venderlo mal, que es lo que ha hecho este anuncio al que yo no le veo target ni en el rico ni en el pobre ni en el mediopensionista. El anuncio consigue hacer pobre a un Madrid rico, y cutre a un Madrid grandioso, que ya es torpeza. Yo creo que Mario Vaquerizo también ayuda, porque parece un rico que hace cosas de pobre, un rico que vive al final de botellines y croquetas, como James Rhodes. Podría haberse hecho un anuncio de lujo y otro de casticismo, uno de cultura y otro de torreznos, uno de historia y otro de movidón, uno de ocio y otro de congresos, incluso todo a la vez, y todos serían Madrid mientras fueran posibles, o al menos imaginables. Pero este anuncio consigue un Madrid imposible e inimaginable con un personaje imposible e inimaginable que se quiere hacer todos los Madriles e inventarse alguno, incluso. El anuncio ha roto ese madrileñismo plural o contradictorio para quedarse con un madrileñismo simplemente bobo, absurdo, inexistente y yo diría que acomplejado.

La publicidad es fantasía, y en el turismo es una fantasía con brújula. Hay gente furiosa y trágica porque no ha salido un Madrid real, como si la realidad cupiera en la fantasía. Yo ando furioso y trágico porque ahora tengo que ir a Hawái a por churros, o yo qué sé ya.

Hay gente furiosa y trágica porque Ayuso ha querido vender la Comunidad de Madrid con mentira, bonito, exageración y telenovela de tacones altos, copas de balón con eclipse solar y cenas con escalinata hasta el borde de la sopera y de los omóplatos femeninos. En realidad, el turismo no se puede vender con verdad y menos con mierda, ni siquiera la mierda santa del Ganges o la mierda decadente y goteante de Venecia. La publicidad no es un reportaje ni un documental, sino una fantasía. Algunos nos quedamos para siempre con eso de los limones salvajes del Caribe, aunque en el trópico no hay limones, ni salvajes ni amansados, sólo importados o subliminales. Pero la fantasía tiene que vender, claro. Aquellos limones vendían desodorantes y el personal salía asalvajado y caribeño tras las cortinas de la ducha como tras una cascada, aunque estuviera en Briviesca. El fallo del anuncio de Ayuso es que no vende fantasía, sino lujo obvio, lujo al peso. Y el lujo así, como mera vulgaridad, no lo compran ni los que están acostumbrados a él. O sea, que el anuncio no tiene clientes.

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