Ione Belarra quiere usar la diplomacia con Rusia y enviar tanques a Mercadona, donde los pollos de pollería apenas resisten al capitalismo despiadado allí como enterrados en una nieve de Leningrado. O algo así, vamos, que a la ministra se la ve bastante más beligerante contra Juan Roig por levantar pirámides de patatas como zigurats capitalistas que contra Putin, que a ella le parece un señor con jersey navideño que se puede convencer con una charla de chimenea. Cuando uno tiene unos enemigos tan entrañables como Mercadona, ese ogro capitalista en su guarida capitalista, con ese lujo de chuletones sangrientos y esa esclavitud egipcia de señoras jorobadas tirando del carrito, no va a buscar enemigos más nuevos y ambiguos. Enemigos, además, que hacen la guerra a limpios cañonazos, no esa sucia guerra a pellizcos contra los pobres, como sucios pellizcos en su barra de pan. Esto se entiende, pero lo que pasa es que Belarra es ministra, es Gobierno, no es una estudiante con el moño sujeto con el lápiz que hace guerras de estribillos y de sobacos.
Mercadona tiene algo que no tiene Putin, quizá esa ostentación de jamones brillantes como violonchelos, o de pescados imposibles como una sirena, o esas frutas dispuestas exactamente como en las tragaperras, o esa sonrisita de secta de sus trabajadores, que parecen todos un poco mormones de Hacendado. Mercadona tiene un palacio para la verdura y otro para la comida de gatos, mientras que las señoras tienen que contar sus monedas como pepitas de oro para comprar una merluza con precio de bodegón de Cézanne. Putin puede que haya invadido un país simplemente porque un día vio Rusia pequeña, como a veces ves pequeño el cuarto de baño o te ves pequeña otra cosa, pero Mercadona es como un Versalles de cajoneras de frigorífico ante el españolito tieso. Mercadona incluso es más; es, ya digo, como un gran casino donde las piñas y cerezas están vivas y hacen caer en la ludopatía a las señoras con carmín de bingo que se tiran a por la pechuga de pavo como a por el 36 rojo, con lo único que les queda.
Hay gente que no sabe gobernar pero, además, se diría que no aspira a gobernar, sino a otra cosa
Belarra cree que Mercadona es todo vicio, todo lujo y todo recochineo ante el pobre, todo lo contrario al espíritu obrero y todo lo contrario a la sobriedad rusa o neosoviética, o sea a Putin. Putin, aunque viva en palacios de buñuelo por dignidad histórica (esa dignidad bulbosa, aparatosa y mantecosa rusa, como del Bolshoi), en realidad es como un esquimal que sólo ha salido a cazar por Europa y que se contentaría con su grasa de ballena. Mandar tanques contra un esquimal con arpón, eso a Belarra le parece un atentado a la paz, una exageración y yo creo que hasta una agresión racista. Putin está matando a civiles como a focas, pero eso es algo así como una ley natural, tiene que ver con el ciclo de la vida, con el espacio vital y con un concepto cultural del matar que no vamos a juzgar desde nuestro chovinismo occidental. Pero Mercadona, que parece el Rockefeller Center del ambientador de pino y de la croqueta congelada, es la fuente de champán de ese crimen capitalista del acaparamiento y de la glotonería. Mercadona, como Ayuso, es que va provocando.
Ya digo que todo esto se entiende, porque Belarra, más que por la vida del pobre, se preocupa por el mal ejemplo del rico. Su izquierda es eminentemente simbólica e iconoclasta, así que va a por el símbolo y a por el fetiche, estos serrallos del consumismo donde se cosifica a la gamba y se adora la tarta helada, que es el palacio condal con el que sueñan los pobres en vez de soñar con asambleas sobre cartones. Yo creo que hasta van a por las zanahorias y champiñones fálicos que se exhiben en Mercadona como en un templo butanés. Además, Mercadona da trabajo, o sea que le quita el trabajo a la izquierda, que depende de que la gente no tenga cosas o no pueda conseguirlas sin que el Estado se las conceda. Hay que recordar que la desaparición de la pobreza no sería para esta izquierda un triunfo, sino una tragedia. Se entiende todo esto, insisto. Pero no se entiende que se haga desde el Gobierno.
Ione Belarra no sé si mandaría tanques a Mercadona y jamones a Putin, que a lo mejor sí, pero sí sabemos que está en el Gobierno, no en un escalón de la facu con el discurso y el flequillo comidos de trasquilones como una lechuga mordida. Hay muchas cosas que se podrían hacer y otras que no, cosas que servirían y cosas que no, en esto de los precios como en la guerra de Putin. Pero al menos hay que saber dónde está uno. Hay gente que no sabe gobernar pero, además, se diría que no aspira a gobernar, sino a otra cosa. Y estoy pensando no ya en subirse a un cajón de manzanas a hablar de la justicia o de la paz en otros mundos que nunca son éste, sino en dedicarse al desgobierno, al caos, a la demolición del sistema. Como si todos en Podemos aspiraran a lo mismo que Pablo Iglesias, a su minarete y a su amarga carcoma. Mercadona, exuberante y pensil como un sauce con piñatas, es mejor malo para el españolito con hambre. Aunque queda esa contradicción de que en esta España, envidia económica de Europa según Sánchez y según el Oráculo de Davos, la gente llore ante un panecillo como ante una reliquia, o ante una botella de aceite recargada e inalcanzable como un huevo de Fabergé. Pero sí, se diría que Mercadona, tortura de pollos y galera de señoras, es mejor malo que Putin, que Belarra cree aún que es el calvo de la lotería. Juan Roig, que parece el profesor Sorosky, a lo mejor tiene un negocio o a lo mejor tiene una secta de gente sonriente y escalofriante, como esos empleados de ludoteca infantil con peto de payaso y tristeza infinita. Pero mandarle a él los tanques y a Putin los jamones me parece no ya estar fuera de este mundo sino querer acabar con él.
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