Máximo Huerta, exministro de un soplo y portadilla de aquel primer Gobierno de Pedro Sánchez que era como un casting de K-pop o un escaparate de Geyperman, ha revelado la última conversación que tuvo con él, y en la que el presidente quedaba como un malo de película con sillón de Emmanuelle, plan megalómano y huevera de plata. A Huerta no se le ha quedado nada de ministro, que no tuvo tiempo, así que sigue siendo un tipo normal con madre, perrita, trabajillo y ganas de rajar de aquel tío raro que, en un torreón de la Moncloa con reloj de columna, arpa de luz de persianilla y muñeco de ventrílocuo, sólo le hablaba de cómo iba a quedar él en la Historia. Yo creo que no hace falta ni que Pablo Iglesias diga que Sánchez “lo pagará”, que ya me parece condenado como todos los villanos o zumbados de película. Y además desde la primera escena, nada más quitarse los guantes de conducir, nada más aparecer con jersey de cuello de cisne, como aquellos malos de Colombo.
Máximo Huerta hubiera dimitido en ese mismo momento, aunque no le hubieran pillado eso de Hacienda, nada más ver a ese presidente que estaba entre capitán Nemo y Norman Bates
Máximo Huerta parece que salió dimitido pero aliviado de aquel despachón con tablones crujientes y cuadros con mirillas en los ojos, mientras Sánchez, con batín y copa de balón, seguía hablando sobre su papel en la Historia, girando un globo terráqueo o moviendo piezas de un gran ajedrez gótico con mucho ruido y telarañas, como quien mueve la tapa de un sarcófago. Huerta iba allí a dimitir, o más bien a sentirse dimitido, o sea un poco consolado y un poco absuelto por quien lo había llevado a un ministerio como si lo llevaran a Hogwarts. Pero allí estaba Sánchez, apenas investido y ya presidente histórico, allí estaba como un faraón niño que se paseara con pipa o con pistolita de nácar, y al que no le importaban nada la dimisión ni el breve ministro con sudor en las gafitas que estaba ante él. No, él sólo repasaba toda esa pinacoteca de escalera de los presidentes del Gobierno y se preguntaba qué diría de él la Historia. Yo creo que Máximo Huerta hubiera dimitido en ese mismo momento, aunque no le hubieran pillado eso de Hacienda, nada más ver a ese presidente que estaba entre capitán Nemo y Norman Bates.
Sánchez ya tenía la Historia en la cabeza antes de su primer gobierno histórico, y creo que sólo ha seguido teniendo la Historia mientras por el despachón lleno de panoplias y taxidermia iban pasando ministros o ministrillos, pactos o trágalas, socios o fanáticos, apocalipsis o sastres. La Historia lo inspiraba como a un marino, la Historia lo empujaba como un emperador, la Historia lo encamaba en su colchón monclovita, cada noche, como si lo encamara una musa. Yo creo que después de pronunciar “Historia”, así con mayúscula capitular, con mayúscula de cantoral gregoriano, de neuma de antífona, Sánchez se desmayaba como santa Teresa o como un poeta con amada de largo nombre godo y largas trenzas melancólicas. La Historia, cómo quedaré yo en la historia, cómo me ves tú en la Historia, que me lo imagino preguntándole eso al pobre Máximo Huerta, o preguntándoselo él solo (los héroes son solitarios), ante un Huerta sólo testigo, como un asombrado pastorcillo bíblico. Preguntándoselo o arrojándose él mismo a la Historia, ante un espejo con azogue enfermo o ya destrozado, como el Calígula de Albert Camus.
Sin duda Huerta se dio cuenta ya de qué iba la cosa mucho antes de que nosotros viéramos a Sánchez poniéndose en la Historia por mover a la momia de Franco de arcón o bolsillo, quizá confundiéndolo con aquel Falla del billete de veinte duros. En realidad, entrar en la Historia no tiene ningún mérito desde el momento en que consideras que la Historia no es más que tu novela, que eso es lo que le pasa a Sánchez. La Historia es su novela, su colchón de la Moncloa es un colchón napoleónico, hasta los libros de sus negros literarios y apostólicos son sus mandamientos, y en ese plan. Por eso aquel ministro leve que se le plantaba allí, no más que como un bachiller cervantino en una historia entremetida, no era capaz de sacar a Sánchez de su meditación, que era la meditación de un mesías, de una profecía viva. Apenas había nombrado ministros de Súper Pop, apenas lo visitaba la primera víctima o el primer corderito del sanchismo que fue Huerta, y Sánchez ya hablaba de su mausoleo en la Historia, con las babuchas de estar por casa por encima de aquella primera y purísima sangre de ministro empollón o ministro cobaya.
A Sánchez se lo encontró Máximo Huerta así, un día, hablando de su lugar en la Historia, acariciando un gato esfinge y riendo ante máscaras africanas, mientras el pobre ministro se dimitía encima. Y sólo era al principio de todo, aún le quedaba aliarse definitivamente con las sombras y vender su alma y el Estado por la habilidad diabólica de manejar las mentiras como el violín. Lo que pasa ahora es que todos los españolitos han visto ya al presidente de esa manera, o sea siendo él, hablando con el espejito mágico, con sus muñecos, con sus cuadros o con sus ardillas disecadas, poniendo voces al ajedrez, peinando pelucas postizas, desplegando mapas sobre despojos y probándose trajes berenjena para conquistar el mundo con el caos, como el Joker.
Pablo Iglesias, que sigue siendo como un ayatolá con trenca, le decía desde las alturas almenadas de la radio que si traiciona a las mujeres, o pacta con el PP lo del ‘sólo sí es sí’, o cualquier otra cosa que a él no le guste, supongo, Sánchez “lo pagará”. Yo creo que este lenguaje del Oeste es redundante, que todos hemos visto la película y Sánchez va acercándose al final de James Bond o Clint Eastwood que siempre soñó, aunque en el lado del malo con pistola de oro o mella de oro. Lo pagará él y yo creo que lo pagará toda la izquierda de atrezo, susto y espantajo, por esta ley y por todo el metraje que la precedió. De ser Máximo Huerta, yo también hubiera salido corriendo aquel día. Eso es justamente lo que está haciendo todo el mundo que se va encontrando a Sánchez en el torreón o en la cueva, allí pinchando mariposas, moviendo soldaditos de plomo o interpretando furiosamente la Tocata y fuga en re menor de Bach.
Máximo Huerta, exministro de un soplo y portadilla de aquel primer Gobierno de Pedro Sánchez que era como un casting de K-pop o un escaparate de Geyperman, ha revelado la última conversación que tuvo con él, y en la que el presidente quedaba como un malo de película con sillón de Emmanuelle, plan megalómano y huevera de plata. A Huerta no se le ha quedado nada de ministro, que no tuvo tiempo, así que sigue siendo un tipo normal con madre, perrita, trabajillo y ganas de rajar de aquel tío raro que, en un torreón de la Moncloa con reloj de columna, arpa de luz de persianilla y muñeco de ventrílocuo, sólo le hablaba de cómo iba a quedar él en la Historia. Yo creo que no hace falta ni que Pablo Iglesias diga que Sánchez “lo pagará”, que ya me parece condenado como todos los villanos o zumbados de película. Y además desde la primera escena, nada más quitarse los guantes de conducir, nada más aparecer con jersey de cuello de cisne, como aquellos malos de Colombo.
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