Isabel Díaz Ayuso se ha ido a Israel para hacerles contrapolítica a Colau y a los manifestantes que van por Madrid con la bata blanca, el pito y los coloretes, como chirigotas de Cádiz. A Ayuso parece que le basta con hacer leve política reactiva, con ponerse al otro lado de Colau y al otro lado del mundo cuando la izquierda le agita derechos, injusticias y mitos que saca de su colada de siempre, y que ya no es que sean más verdad o más exageración, es que son eternos y la gente se cansa, como de las coladas eternas, las guerras eternas y los paraísos eternos. En Oriente Próximo los dioses llevan peleándose desde la tribu de Dan, y en Europa la izquierda y la derecha llevan peleándose desde la Revolución Francesa, y ahí siguen los dos conflictos, enredando el Cielo y la tierra en una greña de versículos y barbas. Ayuso, por supuesto, no va a resolver ninguno de estos conflictos, sólo se va a su lado, al negocio y al templo con sepulcro, mientras la izquierda se va al suyo, a la calle con fiesta, palos y hogueras.
Colau no parece que atienda mucho a Barcelona, que se ha ido convirtiendo con ella en una especie de Venecia de mugre e inseguridad, con una belleza decadente y apenas flotante. Quizá por eso ha decidido atender mejor a las grandes causas geopolíticas, carteloneras o de poprock, conflictos irresolubles en los que ella no tiene nada que resolver ni que hacer. Colau rompiendo con Israel es algo así como yo rompiendo con Ana de Armas, que a ver para qué. Pero seguramente la izquierda nunca actúa donde debe, sino donde puede. La izquierda está en Israel en vez de estar en el Poblenou, y está en Ayuso en vez de estar en lo suyo, en el colapso de sus sectas y sus dogmas, de nuevo destrozadas por la realidad y por su propio ejemplo. Para la izquierda, Ayuso está ahí un poco como está Israel, para permitirle hacer globalismo o venganza histórica en medio de la inoperancia, y para administrar una justicia meramente autosatisfactoria, sin objeto, que es irritante como el heroísmo sin objeto, que decía Roland Barthes.
Odiar a Israel, como defender a Putin, es un alineamiento estratégico contra el capitalismo y su mayor éxito, la democracia liberal
Ayuso se ha ido a un foco de conflicto endiablado, seguramente sin solución desde que Nasser dijo que Israel era un cáncer y los israelíes se negaron a ser extirpados. Los extremismos han ido generando más extremismo y los dioses han seguido tirándose de las barbas a través de sus hijos convertidos en metralla, pero no es la justicia ni la paz lo que impulsa a Colau (ni a Ayuso, claro). Colau forma parte de esa izquierda que siempre ha presumido de antisemitismo, la izquierda con ese pañuelo palestino como una toquita monjil o como un collarín ideológico; la izquierda que tomó partido enseguida por uno de los barbudos en disputa olvidando cuánto se había complacido en matar o en ordenar dejarse matar. Digo que es antisemitismo porque, para la izquierda, el judío sigue siendo el capitalista ganchudo, el del estereotipo, el del panfleto, el del contubernio, el de los cristales rotos, igual que para la extrema derecha.
Odiar a Israel, como defender a Putin, es un alineamiento estratégico contra el capitalismo y su mayor éxito, la democracia liberal. No es cuestión de contar muertos, ni fanáticos, ni siquiera inocentes, sino de elegir aliados. Sin la URSS, sólo China, la Rusia neosoviética y el extremismo islamista han demostrado tener capacidad de enfrentarse al monstruo liberal-capitalista, así que con ellos estará siempre esta izquierda. Y también los independentismos, religiones fanáticas de la raza o de la pela que ven que ese monstruo liberal incluye, sobre todo, el atosigante imperio de la ley, todo lo opuesto a un código tribal. Claro que seguramente Colau ni siquiera piensa en esto, sólo piensa en que Barcelona parece ahora un hermoso barco fluvial hundiéndose, o un palacio derritiéndose en su modernismo como si se derritiera en impresionismo; sólo piensa en que no hay manera de defender eso y que lo de Israel, al fin y al cabo, como el porro o como Franco, siempre funciona para movilizar a la izquierda más consciente o más folclórica.
Ayuso se va a Israel y a lo mejor lo hace también para no estar en Madrid, donde le llenan la Cibeles con damnificados o extras, y donde los médicos de sindicato cuelgan cada noche su monigote gubernamental y popular, como un monigote de Godoy, en las perchas de sus esqueletos. La sanidad pública es cierto que está en crisis, pero es un problema global de una Europa envejecida, de una España que vive la precariedad de los camareros también en los médicos, y de una fiscalidad y unos recursos que no pueden ser infinitos, como se cree la izquierda cuando se va a buscar dinero, en masa, a las fuentes que hay frente a los bancos. Ayuso tendrá su responsabilidad, como todo gestor, pero más que nada se trata de que ella también es un fetiche y un espantajo, también es capitalismo ganchudo que se lleva anillos y niños, y la izquierda está más al fetiche que a gobernar, como se ve en el mismo Gobierno.
Ayuso se va a Israel, en fin, y yo creo que lo hace no sólo por no estar en Madrid cuando la pasean por la calle en forma de cabezudo o de entierro de la sardina, sino sobre todo por estar donde no está Colau, donde no está la izquierda fetichista, antisemita y antiliberal. Esta izquierda que, como ya hemos dicho muchas veces, no es que sea pacifista ni humanista sino que elige sus propias guerras, sus propios crímenes y sus propias mentiras. Ayuso se va a Israel y Colau se va de Barcelona, que no es lo mismo o incluso es todo lo contrario. Ayuso se va a Israel y traerá inversiones, o promesas, o excusas, o no traerá nada. Lo mismo sólo se trae un suvenir de tabernáculo o un tarrito con agua del Jordán, con la que se bautizan los pijos como si se bautizaran con Espíritu Santo achampanado. Lo más significativo es que no hará falta que Ayuso haga de la causa geopolítica causa pragmática o causa doméstica. A Ayuso se diría que le basta con estar al otro lado de sus adversarios y creo que eso les parece, precisamente, lo más temible.
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