Políticos que corren. Olor a intemperie y ruido acompasado de pulsómetros. Primeros compases de la mañana, en ese revoltijo decadente de luces y sombras, en ese claroscuro inquietante donde surgen los monstruos, en el que la noche se muere y el nuevo día, con su promesa de encuentros, éxitos y oportunidades escritos con abuso de imperativos y signos de exclamación en tazas de loza de Mr. Wonderful, tarda en aparecer.
Frescor punzante de linimento y siluetas custom fit. Estertores de esa hora parda en la que conviven, sin tocarse, los borrachos que apuran los desmembrados vestigios aceitosos de una rueda de churros y esa vanguardia urbana hecha de paseadores de perros y hacendosos conserjes que barren los portales y riegan los tulipanes de fieltro de las jardineras, antes de esconderse a sestear en sus sombríos tabucos en planta baja.
Sombras atléticas que se estiran, se encogen y repican con repetición, entre el fru-frú de las mallas y el vaivén vaporoso de los cortavientos a juego. Cadencia colectiva y antigua de despertares y ese borbotón de cafeteras, ruido de cucharillas y alarmas musicales que atraviesa las urbanizaciones, los barrios, los hospitales.
Alzas la vista por entre los tendederos, las mangueras de las contratas y los camiones de reparto y ya ves políticos que corren. El líder en el centro de la imagen, terso y pulsátil, renacido de los humores y la gresca pública de la jornada anterior. Abiertas las cámaras y enhiestos los paloselfies, en un palpitar tempranero de redes sociales que empieza a organizar nuestro día, nuestra conciencia y nuestra hacienda, colonizando los huecos sobrantes que, como simas hambrientas de popularidad, se abren continuamente en esa esfera digital que se alimenta de fragmentos de cotidianidad y levadura de mensajes autorreferenciales, compartidos en riguroso tiempo real.
Amanece. Resuenan las sirenas, el claxon y las sillas que se arrastran morosas y rechinantes, y ya hay políticos corriendo por las avenidas, los parques, los ribazos y los ventisqueros. La mirada firme, el habla jadeante, musical y atropellada. La zancada ligera y vertiginosa, como mandan la ortodoxia secular y el canon vigente del esfuerzo compartido en este Antropoceno ruidoso e infantil que habitamos, hecho de megustas, memes y una riña perpetua de expertos en disciplinas que pasado mañana nadie recordará, sepultadas por otros novísimos saberes capitaneados por emergentes forjadores de opinión que nos entretendrán durante los próximos cinco minutos.
Algazara de garajes y mecano de barreras y parquímetros. Despunta la mañana y ya vemos líderes políticos que corren sin cruzarse con otros políticos que también lo hacen. Unos, otros, se esfuerzan y se imponen, vigorosos, a la jornada que se despereza, solos o en compañía de una legión de colaboradores y subalternos, respetuosos de las distancias, las jerarquías, los tiempos y el ensimismamiento endogámico de la política y su circunstancia.
Boletín horario. Se apagan las farolas, se abren los consulados, los comedores sociales y las factorías de semi-conductores financiadas con los PERTE y ya hay en nuestras calles políticos que, desde la plataforma de sus deportivas de Decathlon, fintan a las sombras de sus antagonistas y se anticipan e imponen a las dificultades y a los aprietos del país que se cocinan y recalientan en las redacciones de los periódicos y las radios, mientras al trote aquéllos van matando canallas con su cañón de futuro.
Bulle el hogar de prisas, de balones intempestivos y voces infantiles. Nos enfrentamos, huraños, al agua caliente, la brocha y al insobornable juez del espejo del baño mientras cancelamos el spam de bancos, los consejos de los coach motivacionales y las milagrosas dietas depurativas basadas en la ingesta de pepitas de persimon -qué se yo- que van a devolver el carmín y la tersura a nuestras mejillas y vemos, de reojo, la suficiencia vital de esos políticos corriendo, sudando la ingle e hinchado el pecho, que se asoman a nuestros teléfonos móviles en calculadas píldoras de obstinada naturalidad, servidas en la intimidad de nuestras pantallas para ser devoradas y compartidas en ese dichoso tiempo real en el que lucen y medran los más activos, los más salaces, los más desvergonzados.
Abre La Caixa, el economato de Renfe, las metáforas de manual de la ‘España Nación Emprendedora’, los tornos del metro y las bibliotecas de las prisiones y ya hay líderes políticos corriendo; unos, más cansados, con aire de desahucio inminente y parece que huyendo de todo y de todos; otros, presidentes en potencia, los más promisorios y pujantes, llegando, atléticos, para quedarse entre nosotros.
Se renueva, cada día, temprano, el contrato social que nos invita a convivir sin despedazarnos mientras se eleva, rumorosa, la guillotina inversa de las persianas. Rugen las bajantes, los microondas y los ascensores y Tik Tok se puebla de cortometrajes de juventud, de fogonazos de fortaleza y de hazañas semi-olímpicas de nuestros líderes de cabecera, convenientemente acompañadas de mensajes vigorizantes, ensalada de emojis y eslóganes pegadizos con la firma imborrable de los spin-doctors, que compiten por nuestra atención con los impotentes lamentos proferidos desde el apartheid de los veganos, con los cortes de pelo de los futbolistas y con los bailes procaces de los adolescentes, aunque ninguno de ellos haya alcanzado todavía el Olimpo de la excepcionalidad cultural subvencionable por el Ministerio de turno.
Paladeas el café, esquivas a un vecino y mientras vas siendo persona y recuperas el alfabeto y el habla, mientras ensayas las subordinadas y refrescas el subjuntivo, hace ya rato que corre y se graba para la posteridad un político tan humano como tú y como yo, auriculares encendidos y bidón en mano, saludando a la gente desde la atalaya de su reciedumbre y la fabulosa constancia de su hábito deportivo matinal.
El deporte: escuela global de liderazgo público
La política de la sobre-exposición pública como un sarampión de stories de Instagram, encantada de conocerse y regodearse en su cercana inanidad y su cotidiana artificialidad.
La democracia-pop, - all you need is love- como república de la superficialidad, recurrentemente auténtica y generadora de hilos, relatos y artefactos narrativos pensados para su consumo masivo en esas redes sociales que necesitan alimentarse permanentemente, como aquellos castores de Alaska obligados a roer sin descanso la madera para evitar terminar mordiéndose con unos dientes incisivos que no paran de crecer nunca.
Almoneda global y masiva de mensajes, relatos y storytelling, donde el líder deportista, esforzado y constante, que es capaz de ahuecar su apretada agenda para calzarse unas Asics, se nos presenta como un producto de la comunicación política cada vez más recurrente y previsible, que lo acerca, humaniza y rejuvenece ante nosotros, atribuyendo a su caudillaje un nuevo rango de súper-poderes, casi como de santón o morabito.
De lunes a domingo. El mandatario o sus retadores diluidos en la masa de una carrera popular, luciendo dorsal, sonrisa y determinación por las glorietas, por los PAUS y las ferias del corredor, mientras sueñan, prietos los dientes, con trasvases, obras públicas y Reales-Decretos, que no hay tiempo que perder y es mucho el daño que dejan los que se marchan o más el que anuncian los que están por llegar.
Corren los políticos, sin detenerse, sin tiempo de pararse -ya habrá horas en el día para pasear- ni de hablar con la gente, sin terminar de habitar las ciudades que pisan y que hienden con sus zapatillas, coronando cerros, depósitos de agua, espigones y barriadas, mientras esquivan el tráfago de autónomos, de pensionistas, de maestros y de embajadores que se desperezan, entrándole al día como los vikingos en North Umbria.
Saltan, resoplan, esprintan los políticos corriendo al amanecer con la mirada fija en el horizonte, sumándose a la arteria de circunvalaciones, al curso esclerótico de vasos comunicantes de centro y periferias, con la frente perlada de sudor y la cabeza bullendo de planes estratégicos, ministerios, dicasterios, ceses y conjuras vaticanas, y mientras lo hacen, impulsan con sus zapatillas el eje de la tierra, que sigue girando en nuestras pantallas digitales gracias a su esfuerzo.
Corren, sufren, se humanizan y se imponen al asfalto y a las pendientes, regalándonos con sus publicaciones la inevitable metáfora política de la carrera de fondo del líder (o su soledad) o, acaso, la de la indeleble huella de su legado. Y así, hasta la alegoría infinita. Miré los muros de la patria mía, y los vi ceder ante el empuje de una legión de mandatarios estirando los gemelos y las corvas.
Corrió Pedro Sánchez en La Palma, póstumo de sí mismo, entregando su grácil trotar a los damnificados de la oscura vomitona de lava y cenizas del Cumbre Vieja, mientras soñaba con un futuro de cancillerías, con un porvenir de carreras por Washington y con mullidos sillones en organismos multilaterales, acordes con las hechuras de su talla de atleta político global.
Recorrióse Madrid en campaña Isabel Díaz Ayuso y ya de líder, trotó por las lineales avenidas que circundan el Potomac, y lo supimos por Marca y El Mundo. Corren Mazón, Elías, Cuca, con munición y proclamas de futuro y con ellos se acorta el paso - sonríe, que ya se van- de los Salvador Illa, las Villacís o del Alcalde de Elche, que también mostraron cacha, Gatorade y calcetín, aunque ahora, de éstos, unos anden hacia atrás y otros no se sepa si aceleran, driblan o se escapan a la carrera.
Corrió Mariano Rajoy, con aparato de brazos basculantes, mirada cóncava y ese andar-correr que desconcertó a tantos españoles, antes de desconcertarlos del todo con las últimas horas de su mandato presidencial, abrochado entre maltas escoceses en un garito madrileño junto al Congreso de los Diputados.
Presidente a la carrera fue, también, José María Aznar, quien, antes de sucumbir al estado de sobria vigorexia deportiva en el que se instaló para siempre, estrenó en nuestro país una nueva era de la retórica del Poder en Zapatillas, que se nos presenta tan distinta, como manifestación y exantema del liderazgo, de la puesta en escena presidencial del mayor misántropo monclovita y el único intelectual que ha hollado esos palacios, Leopoldo Calvo Sotelo. El político gallego, que tocaba el piano en el recogimiento de su gabinete presidencial entre los lomos de las obras completas de Ortega y las de Teilhard de Chardin nunca se vio en la incómoda tesitura de compartir -foto o vídeo mediante- un paseo o un outfit deportivo, como tampoco le sucedió a Felipe González, enredado entre bonsáis, habanos y el festivo solaje de los happenings de La Bodeguilla.
Quizá no se recuerde, pero antes de imponerse el té kombucha, la dictadura del crossfit y la ropa técnica y de que los yogures de proteínas colonizasen las neveras de los partidos y las de las oficinas gubernamentales, nuestra democracia se edificó - Adolfo, Felipe, Alfonso, Santiago, Roca y tantos otros protagonistas de la Transición política - entre humos de cigarro y vapores de coñac Fundador, en discretas tabernas y reservados conciliábulos madrileños y aquello, lejos de suscitarnos un reproche, nos pareció mejor que bien.
Quiso luego José Luis Rodríguez Zapatero inaugurar una alianza de las civilizaciones que corren, aunque su leonesa osamenta y su trabajosa deportividad diesen peor para la carrera que para el basket, deporte al que se dejaba perder en la cancha que se construyó en La Moncloa, en un ardid diplomático que aprendió de su admirado Barack Obama, también
aficionado al baloncesto, aunque ZP fuera un político alto y el americano, un líder de talla.
Corrió ya, en el enorme teatro del mundo, el primer Nelson Mandela, recluido en la peligrosa Sudáfrica del Apartheid y que no dejaba pasar un día de cautiverio en su celda de 3 metros cuadrados sin dedicar una hora a su centrípeta carrera, en una férrea rutina deportiva que acabó por desquiciar a sus carceleros y que le ayudó a ahuyentar el tedio, los fantasmas y los miedos de 27 años de presidio en su siniestra mazmorra de Robben Island.
Vimos trotar también en esta república global de la actualidad multi-pantalla, a Bush padre y a Bush hijo, quienes demostraron que la Presidencia americana es una magistratura heredable, como lo es, también, la poca gracia deportiva; un oportunísimo Boris Johnson, en el cenit de su extravagancia insular, nos regaló algunos fragmentos de desaliñada cotidianeidad corriendo en bañador y con un arrugado polo de piqué, poniendo el contrapunto iconoclasta a la modosita ejecutoria atlética de David Cameron, cuya más notoria carrera – un viaje sin retorno- fue la del ominoso referéndum del Brexit, del que escapó lesionado, despeinado y perpetuamente exhausto.
Corrió, en fin, por todos los cuñados y yernos perfectos que hay y habrá en el mundo, el abrazable Justin Trudeau, primer ministro canadiense, que ha ido repartiendo sin tasa fotos esprintándole a otros -niños, cadetes, primeros ministros -por sus perfiles digitales y que ha hecho del íntimo arte de enfundarse las mallas una cuestión nutritiva y principal de la diplomacia pública de su país, al nivel de la del modelo de calcetines que luce descuidado y exuberante en sus apariciones públicas, aunque esta sea una cuestión que da para un tratado de comunicación política de la inanidad, para el que hoy no tenemos tiempo, que ya vamos corriendo.
Mens sana. Se eleva el día, pica el sol y los operadores de los contact center, desde sus imposibles husos horarios, afilan sus micrófonos preparándose para importunarnos, y ya hay políticos que vuelven corriendo al despacho, se duchan y lucen tersos, vitales y hercúleos en ruedas de prensa programadas, abrazando a niños aterrados en mercados públicos y pensando en el ángulo, el tiro de cámara y la camiseta con mensaje que lucirán mañana y pasado mañana en sus incursiones publicadas por parques, trochas y ensanches, con la ciudad a sus pies y la meta política asomando en el horizonte. Run, Forrest, run. Es parte del espectáculo.
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